Por Silverio E. Escudero
La Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en el Palacio de la Magdalena de Santander -su sede histórica- convoca todos los agostos desde 2013 a lo más granado del pensamiento político, económico y cultural para preguntar hacia donde marcha la Europa comunitaria. Ésa es la razón por la que las conclusiones del seminario “Quo Vadis, Europa” son tan esperadas en estos tiempos de tensión entre la integración y la desintegración continental.
“Como decíamos ayer”, los alemanes, representados por la democracia cristiana, reclaman reforzar la frontera exterior para no alterar el régimen de libre tránsito interno y tornar ilusorio el Espacio Schengen. Y, por cierto, superar los viejos resquemores, esos que se reflejan en antiguas recriminaciones mutuas entre ex aliados y rivales de las guerras mundiales. Esto procurando que Europa sea -a pesar de la brutalidad de los neonazis, el resurgimiento nacionalista y el despertar populista- “aún más la tierra de Shakespeare y de Cervantes que la de Adenauer y de De Gaulle; de los Beatles y de Georges Brassens, de Mozart y de Verdi, pero también de Chopin y Tchaikovsky en la parte oriental del continente; de Goethe y de Tolstoi, de Einstein y de Mark, de Darwin y Freud, de Cristóbal Colón y Enrique el Navegante, de Leonardo de Vinci y de Sócrates…”, según la apasionante visión de Viktor Sukup, uno de los más sagaces pensadores austríacos que haya pisado Córdoba, en medio del destrato que nos caracteriza.
Divergencias y contradicciones que quedaron a la vista en la Cumbre de Lisboa (2000) cuando se diseñaron reformas cuyos resultados son aún insatisfactorios, principalmente por razones políticas que nacen del complejo engarce entre la autoridad supranacional europea y los poderes nacionales. Razón por la cual tampoco es fácil sintetizar en 5.500 caracteres las causas de la “divergencia interatlántica” con Estados Unidos, que crea y se agrava con el progresivo envejecimiento de la sociedad europea y la reducción de su capacidad de crear riqueza que “solo puede paliar la inmigración en especial la emigración hispana es más homogénea desde el punto de vista cultural que la africana o asiática que llega a Europa.”
El conservador español José Manuel García-Margallo describe, en un lenguaje alejado de las convenciones políticas y diplomáticas, su visión del conflicto: “Los padres del euro no pudieron con los Gobiernos nacionales, siempre reacios a ceder soberanía. Confiaron en que podrían ir tirando con una política monetaria centralizada, un Pacto de Estabilidad que encorsetase las políticas presupuestarias nacionales y una coordinación light de las demás políticas económicas. Este remedo de arquitectura institucional se completó con tres advertencias disuasorias: ningún país sería rescatado por sus pares (no bail out); ninguno podría ser declarado insolvente (no default), ninguno podría abandonar (no exit). “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate” (Dante, Divina Comedia).
Antes de la actual crisis, ya se detectaron grietas. Cuando Alemania y Francia se saltaron a la torera el Pacto de Estabilidad (2003), se cambiaron las reglas del juego. Cuando se hizo un primer balance sobre la Estrategia de Lisboa en 2005, se comprobó que los Gobiernos compartían diagnósticos y pactaban terapias, pero de vuelta a casa hacían lo que les venía en gana. Ni en Ámsterdam, ni en Niza, ni en Lisboa se avanzó en el aggiornamento de las instituciones europeas. La moneda única había cambiado las estructuras económicas pero las superestructuras políticas solo habían sido ligeramente remozadas.”
Frente a la crisis, el Fondo Europeo de Rescate fue demasiado pequeño y sus posibilidades de prestar a los Estados en dificultades o de comprar deuda soberana, demasiado limitadas. En los Consejos de Ministros se insiste más en la condena de los pecadores que en la salvación de los arrepentidos. Se habla mucho de contribuyentes y poco de ciudadanos, según se afirma en ámbitos políticos y económicos.
Uno de nuestros corresponsables, miembro del Parlamento Europeo y partícipe de las jornadas de “Quo Vadis IV”, en un tono entre mordaz y sardónico que suele usar para explicar lo imposible, afirma que Europa se hunde y “el método de achicar el agua con copas de champagne no funciona”, coincidiendo, en forma extraña, con García-Margallo.
El madrileño, en tanto, reclama “un Gobierno económico, un presupuesto común, una cierta armonización fiscal, obligaciones comunes y un plan de choque para empezar a crecer. Si no se hace así, lo más probable es que asistamos a una división de la zona euro en dos, de un lado, los países que tienen cuentas en el exterior saneadas (Alemania, Países Bajos, Austria y Finlandia) de otro los países deficitarios: los sospechosos habituales y, probablemente, Francia (pero fue Gran Bretaña, agregamos por nuestra parte). Eso supondría acabar con el proyecto europeo, un final que no interesa a nadie porque hasta los países que tienen sus cuentas más saneadas verían drásticamente mermadas sus exportaciones por la sobrevaloración de sus divisas y con su mercado natural, el europeo, gravemente debilitado. Eso sin contar con que los países europeos, aisladamente considerados, no tendrían peso alguno en los organismos internacionales que son los que deciden en este mundo globalizado.”
La jibarización que propone la realidad europea espanta. Tanto que recordé una antigua maldición gitana que transitó por generaciones en el seno de mi familia tras la barbarie nazi: “Será sólo el tañido de una campaña el que destruirá, egoísta Europa, tu mundo de cristal.”