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En el peor momento posible

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Por Luis R. Carranza Torres (*)

Corre el año 1816. El Congreso General reunido en la ciudad de Tucumán declaró la independencia de las Provincias Unidas de Sud América el 9 de julio de 1816. Sólo parte del antiguo virreinato ha enviado representantes al cónclave: Paraguay se había apartado desde hacía cinco años; del Alto Perú, su región más rica, sólo Chichas, Charcas y Mizque enviaron representantes; tampoco lo hicieron los Pueblos Libres de Artigas, ni la Banda Oriental, ni Entre Ríos, las Misiones o Santa Fe; Córdoba, con un pie en cada sector, oscilante entre Artigas y Buenos Aires, termina por mandarlos.  

Entre los detalles sobre lo acontecido puede expresarse que aquel día era un martes soleado en Tucumán o que se verificó pasadas las dos de la tarde. Veintinueve diputados, bajo la presidencia de Francisco Narciso Laprida, fueron quienes suscribieron el acta respectiva. 

En tal instrumento se asentó que el Supremo Congreso declaró la independencia «de las Provincias Unidas en Sud América» por ser «voluntad unánime e indudable» de éstas romper los vínculos que las ligaban a los reyes de España, para ser «una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli». Luego se agrega, a instancias del diputado Medrano, «y de toda otra dominación extranjera». Para dejar las cosas en claro. No fue un cambio de casa real sino emprender un camino propio y distinto, aunque todavía se debata cuál debe ser.

Ocurrió en el peor de los momentos posibles. A menos de ocho meses del desastre de Sipe-Sipe, que cerró el Alto Perú a las fuerzas propias y dejó la amenaza de una invasión por el norte de los realistas. 

Ya iban seis años desde el 25 de mayo de 1810, tres de la fallida Asamblea soberana del año XIII, y gobiernos varios habían pasado sin lograr mucho, salvo que los realistas recuperaran territorio: una primera junta, otra junta más grande, dos triunviratos, y un directorio con directores supremos cada vez más efímeros. 

En Europa, el rey Fernando VII había vuelto al trono español y sus tropas habían acallado todos los movimientos independentistas en la extensa América española, salvo por uno: las Provincias Unidas. Un territorio pródigo en desavenencias internas, entre caudillos locales y Buenos Aires, asediado asimismo por los portugueses que invaden la Banda Oriental, a más de los realistas al norte y oeste y por aborígenes al sur. Pero que, contra toda adversidad, resiste. Sin dinero, ni apoyos extranjeros, con ejércitos diezmados, pero resiste.

Sí, esos congresales tuvieron valor: todo pintaba más para mal que para bien, en cuyo caso, de fracasar, más que una declaración de independencia, habrían firmado su propia sentencia de muerte para ser ejecutados. Como hombres ilustrados, no podían dejar de tener perfecta conciencia de eso. 

A veces, para usar la pluma se precisa tanto o más coraje que para empuñar una espada. Ésa fue una de tantas ocasiones.

Félix Luna, en alguna de sus obras, diría que fue una «compadreada» en atención a lo mal que se presentaba la situación por donde se la mirara. Discrepo con eso. Se trató, a mi entender, de un «quemar naves». 

Según el Diccionario de la Lengua Española, esa expresión tiene el significado de «tomar una determinación irreversible». De forma casi pacífica se entiende su origen en la decisión de Hernán Cortés, durante su expedición en México en 1521, de prender fuego a sus propios barcos luego de un motín de las tripulaciones que buscaban regresar a España, a fin de no dejarles sino una salida: avanzar hacia adelante para conquistar el imperio azteca. 

Es lo que pasaba en el nuevo país. Esa decisión se transformó en la convicción de muchos. La historia la vio triunfar contra todo pronóstico y de la forma más grandiosa. 

Ese mismo 9 de julio, el gobernador de Cuyo, coronel mayor José de San Martín, había llegado a Córdoba, aún sin noticia del hecho sucedido en Tucumán para entrevistarse con el director Supremo, aún en el norte, sobre un plan para destrabar el inmovilismo estratégico reinante.    

Avanzado el mes, pasado el día 20, se reúne con el flamante director Supremo del nuevo país para conferenciar respecto de su plan de atravesar los Andes, liberar Chile y luego Perú, concluyendo con el dominio español en esta parte del mundo.

En lo negro de la situación, brilla un destello de esperanza, que se convertiría, con el esfuerzo de muchos, en la brillante luz que pronto daría la libertad a medio continente. 

No, no se trató de una compadreada sino de un valiente gesto de no sucumbir a las dificultades del presente, redoblando la apuesta de cara al futuro. Y los hechos subsiguientes les dieron la razón. Quizás esa sea la mejor enseñanza que nos deja para todos los tiempos de la Patria.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas

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