Terminaron las PASO y hemos recorrido la mitad del camino electoral. Como siempre en toda elección, hay quienes ganaron y quienes perdieron. El resultado de las urnas hace nacer esperanzas y decepciones, alienta y defrauda, tanto a electores como a candidatos. Incluso existen notas de color como el elector que fue a votar en el partido de Tigre, provincia de Buenos Aires, disfrazado de carpincho, en obvia relación con las cuestiones de la invasión de dichos animalitos en Nordelta. O quien, en Jujuy, lo hizo de poncho y máscara del coronavirus.
La elección del domingo fue única por varios elementos particulares. El primero de ellos: haber sido la primera vez que se vota en un contexto de pandemia. La segunda, se llega a esa instancia con una campaña que, salvo puntualidades, no entusiasmó a muchos.
Vale reiterar, a riesgo de pecar de obvios, la importancia de votar: El sufragio representa el principal mecanismo de participación ciudadana en una democracia, por lo que -más allá de las responsabilidades del Estado y los partidos o alianzas que se presenten a la elección- existe además una gran responsabilidad por parte del elector. No es poco lo que pasa en sus manos, no sólo en cuanto a la selección de candidaturas. También mucho de la calidad y, de modo particular, de la sustentabilidad de la democracia reposa en cómo se ejerza ese derecho a sufragar.
Se abre paso, en estos tiempos, la necesidad de un salto cualitativo en el acto de votar, cualquiera sea a quien se elija. Se trata de algo que se ha denominado “voto informado” o “voto responsable”, el cual implica que el elector concurra a realizarlo con la información necesaria sobre las opciones a considerar, así como con conciencia de los efectos de apoyar a determinada lista.
Supongo que dicha noción pasa de ser un elector pasivo, quien es convocado por el deber a votar y que lo lleva a cabo como el cumplimiento de una formalidad o para evitar una multa, para adoptar la de uno activo, que adopte la decisión del caso en posesión de los datos adecuados para llevarla a cabo.
Claro está que para que esto se haga realidad, es fundamental que los candidatos pongan a consideración de la ciudadanía sus proyectos e ideas. Recordamos que en elecciones pasadas (ya hace bastante tiempo), los partidos ofrecían a los votantes sus “plataformas”, documentos en los que publicaban sus planes de gobierno.
Contar de antemano con esa información permitía a los ciudadanos saber a quién elegir, con base en la oferta política que más los satisfacía, y, además enjuiciar a los candidatos en caso de que no cumplieran con lo propuesto. Es que sin ese mínimo de información suena injusto reprochar a los ciudadanos no tener criterios cívicos más sólidos a la hora de votar.
Recalquemos además que, más allá de por quién se vote, sufragar supone también fortalecer a las instituciones de la democracia. Esto se cumple con la sola concurrencia y con independencia de la elección que se lleve a cabo en el cuarto oscuro.
Desde su instauración en la antigua Grecia, las votaciones han recorrido un largo camino, no siempre lineal, con avances y retrocesos, en nuestra cultura occidental. Desde las asambleas públicas en que eran practicadas a mano alzada a los modernos comicios universales, secretos e igualitarios, no es poco lo que se ha alcanzado, sobre todo en cuanto a poder otorgar al acto de las mayores garantías de libertad a la hora de poder decidir.
El voto no es algo mágico que hace desaparecer los problemas por el solo hecho de apoyar a determinado partido, determinada alianza. Pero resulta el único camino que da las mayores seguridades de poder determinar el curso de la actuación ulterior del Estado. Algo que no es poca cosa entre nosotros, con la historia que cargamos a cuestas.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas (**) Abogado. Magíster en derecho y argumentación jurídica