Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Es raro, pero puede ocurrir que el viajero obsesivo quiera hacer el mismo itinerario que fue el del último viaje de Simón Bolívar, desde Santa Fe de Bogotá hasta San Pedro Alejandrino, aquel viaje que quedó magistralmente registrado en un libro de Gabriel García Márquez, El general en su laberinto.
Su partida de Bogotá fue la culminación del fracaso de los planes del General, que eran los de reunir a los pueblos en una gran confederación. Había vencido al poder español pero no había logrado el consentimiento de sus propios compatriotas para crear una América del Sur integrada y solidaria; ahora estaba cansado y enfermo, y quería embarcarse rumbo a Europa para curar sus males, que se habían agudizado.
El libro de Gabo registra esto de manera patética, de modo que quien decida hacer ese viaje recordando el del Libertador debe quedar seguramente impregnado de la melancolía, la tristeza, la amargura de quien se sentía desolado de haber “arado en el mar”. El libro recrea también los avatares y sucesos que debió recordar Bolívar de aquellas campañas desde Caracas hasta Potosí libertando pueblos, ahora que navegaba por el Magdalena rumbo al mar en aquel viaje final.
Mientras el barco se desplazaba suavemente sobre el río como si fuera una mecedora, el Libertador dormitaba y tenía ensoñaciones con imágenes de sus campañas tan llenas de vicisitudes y de frustraciones, como las que padeció en los Cayos de Haití, viviendo una pobreza que contrastaba con la riqueza de su hacienda de cacao en San Mateo.
Pero en esa ocasión, Alejandro Petion se acercó y le tendió su mano negra para hacerle entender que la libertad no debería depender de colores de piel. Allí pudo retomar su plan, haciendo posible que se sucedieran las luchas en los campos de batalla, a lo largo de un camino en el que iba libertando pueblos. Le venían a la memoria sus decisivos triunfos militares, como los de Boyacá y Junín, en su itinerario por la Cordillera de los Andes.
Quizá tendría en cuenta también que en tanto el otro Libertador, con el que tuvo que medir fuerzas, había cruzado la Cordillera de un lado al otro lado, él la recorrería a lo largo, mostrando así contrastes pero también semejanzas. Recordaría también que en la Tunja cercana a Boyacá todavía los vecinos devotos renovaban cada día con orgullo el agua del bebedero de su caballo, pero ni se le pasaba por la imaginación que más de cien años después lo recordaría un colombiano de Aracataca que convertía en magia a la literatura.
Mientras revivía la incomparable cabalgata desde Caracas a Potosí, cruzando valles, ríos y montañas, evocaba su plan de unir toda la América del Sur, comenzando por la creación de la Gran Colombia desde la reunión de Venezuela y Colombia. Cuando esto pensaba se anticipaba sin saberlo a lo que también soñaría un poeta del Sur: que los hermanos deben estar unidos porque si entre ellos se pelean los devoran los del Norte. En esas elucubraciones, una admonición oscura invadía su pensamiento.
Todo esto lo llenaba de desesperanzas y de amarguras. Por eso trataba de sacarse de la cabeza todos aquellos recuerdos y prefería introducirse en las reminiscencias amorosas, que habían formado un capítulo importante de su vida.
En verdad -como lo recuerdan hoy con cierto orgullo varonil muchos venezolanos-, se había hecho famoso también por sus experiencias amorosas, como su romance con Manuelita Sáenz, en Lima, y su sentimiento de culpa cuando se enteró de que la “Libertadora del Libertador” -la que lo salvó de un ataque criminal- fue expulsada de la ciudad por las intrigas de sus enemigos. Recordaría también que su esposa adolescente, María Teresa Toro, que trajo de Madrid como un trofeo colonial, falleció muy joven en una soledad lejana.
A su modo, rememoraría aquel día en que pensó en sofrenar su caballo frente a la esclava Reina María Luisa, para entregarle una bolsa con el dinero que le sería suficiente para comprar su libertad: “(…) el amor te ha hecho libre (…)”, le haría decir luego Gabo en su libro.
Ya frente al mar, el viaje de Bolívar -igual que el del viajero memorioso casi dos siglos después- continuó por Cartagena, atravesó la Ciénaga Grande, se detuvo para reponer fuerzas en un pueblo de palafitos hasta llegar a Santa Marta, donde tenía la ilusión de embarcarse en un navío, seguramente inglés, que lo llevaría a Londres. Pero debía continuar un trecho más esperando la oportunidad, con una estadía en la Hacienda e Ingenio de la familia Mier, que lo acogería hasta que pudiera embarcarse en la búsqueda de la recuperación de su salud. Sin embargo, allí terminaría el vía crucis bolivariano.
Unos años atrás, el viajero podía llegar desde Santa Marta a la Hacienda de San Pedro Alejandrino por una carretera polvorienta rodeada de plantas tropicales y de campos escasamente cultivados, alternados por casas más bien pobres y descuidadas. Le había tocado hacerlo en un ómnibus algo destartalado, al que se le veían los huesos. Algunos turistas más o menos reverenciosos de la historia eran los pasajeros de este corto viaje, junto a lugareños de rostros curtidos por el sol del Caribe o por herencia de sus antepasados africanos.
En el último asiento del ómnibus venía una negra vieja y desdentada, de cabellos blancos y rizados, que cantaba canciones tristes; además de triste, su canto parecía sonar como si fueran quejas y burlas dirigidas a los pocos turistas que formaban el pasaje, los que con sus zapatillas deportivas y sus bermudas tenían toda la apariencia de intrusos en tierras ajenas.
Por fin, había llegado el momento de descender frente a la casa mortuoria, que obviamente ya era monumento nacional. Se accede al antiguo Ingenio de la familia Mier a través de un camino rodeado de las banderas de todos los países americanos, en medio de un espacioso parque de árboles vigorosos que van dejando ver la casa de a poco.
A algunos escasos visitantes se los veía entonces deambulando silenciosos, como si no quisieran despertar al moribundo; entraban y salían de la casa, paseaban por el parque demorando el regreso, recorrían las construcciones del establecimiento azucarero, se detenían a contemplar las banderas multicolores. Hasta parecía que algunos querían encontrar duendes y fantasmas creyendo que eran habitantes del predio.
El dormitorio conserva la cama mortuoria, algún mueble de reposición y el reloj de pared con sus agujas detenidas en la hora homicida. A través de la ventana puede contemplarse el parque umbroso y solitario; la ventana es grande, alargada y está abierta, como quería el General para contemplar la vida que lo sobrevivía, todavía tratando de desentrañar el laberinto de una vida transcurrida.
Gabo quiso que el General fuera entretenido por vecinos que desde la galería contigua y frente a su aposento le quisieron cantar suaves melodías. Sería una manera de sacarlo de la pesadilla en que se habían convertido sus sueños.
El mismo ómnibus lleva de vuelta a los visitantes, abrumados y cansados como si hubieran hecho un viaje de dos siglos. Durante el regreso, al viajero curioso le parece oír los cantos de la vieja, ahora más lastimeros aún que en el viaje de ida. Se da vuelta para comprobarlo, pero su asiento está vacío, la vieja ya no está.
(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba