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El petróleo, factor de desdicha y muerte en el siglo XXI

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La paz, como la guerra, preocupa y compromete a todos. Se ha dicho con insistencia que son estados permanentes de la humanidad. Acompañan al hombre a lo largo de la historia. Desentrañar las razones de esa secuencia permitiría apropiarnos de instrumentos claves para descorrer los velos del poder. Y, por cierto, las razones profundas que llevan a la utilización de las fuerzas armadas en beneficio de las elites gobernantes.

Cualquier estudio que se efectúe sobre la guerra, aun el más sencillo, debe discutir sobre su naturaleza. Nació de las propias necesidades del hombre cuando necesitó protegerse de sus semejantes que disputan su espacio vital o de los animales feroces que le rodeaban y de la naturaleza salvaje que ponía límites a su propia supervivencia. La defensa o conquista de los lugares aptos para la caza y la pesca, como las riñas sexuales por las mujeres del clan rival, fueron las causas primarias que obligaron a la totalidad del grupo social a mantenerse en estado de alerta continua. La imposibilidad práctica de esa medida hace que encarguen a los más fuertes y astutos constituir una fuerza defensiva-ofensiva para no perecer ante los ataques de otras hordas o tener un destino de esclavo o muerte.

La aparición de las nacionalidades y las fronteras modernas significaron la reafirmación de una identidad política dentro de límites que muchas veces correspondieron -en Europa- a las divisiones políticas de la Edad Media. Los conceptos estratégicos de los cuerpos militares, ahora conducidos por mandos profesionalizados, gozan de privilegios políticos y económicos. La nación deberá volcar recursos para defender la existencia misma del Estado.

Incorpora, por medio de impuestos y gabelas especiales, a la población civil. Una visión equívoca del pasado y los sueños de superioridad hacen que los nacionalismos -como antes, como siempre- sean factor eficiente en todas las guerras. Sus líderes se aferrarán a la teoría del conflicto para superar momentos de debilidad política interna mientras se exacerban los ánimos acusando como el causante de todos los males a los que habitan allende las fronteras. En la guerra, escribió Clausewitz en su clásico manual, “la pusilanimidad es mil veces más perniciosa que el arrojo”.

Las nuevas-viejas guerras, las guerras de siempre, ocupan un lugar preponderante en el horizonte del siglo XXI. Enmascaradas en cuestiones religiosas o expansionismos nacionalistas, los contendores asesinan a la población civil. Nos cuesta aprender que “de todos los enemigos de las libertades públicas, la guerra es, posiblemente, a la que más hay que temer porque comprende y desarrolla los gérmenes de todos los demás. La guerra es la madre de los ejércitos; de éstos proceden las deudas y los impuestos; y ejércitos, deudas e impuestos son conocidos instrumentos para someter a los muchos a la dominación de los pocos (…) Ninguna nación puede preservar su libertad en medio de continuas guerras” (James Madison, 1795).

Una guerra sólo puede encararse –explican algunos viejos manuales- si se dispone de los medios necesarios y éstos se encuentran listos para ser usados. Para quienes tienen que luchar hoy, los bienes pasados y futuros no sirven de ayuda. Únicamente los bienes presentes pueden socorrer a los combatientes para alcanzar la victoria o evitar la derrota militar. Pero disponer de la cantidad de bienes y servicios necesarios para la guerra, hace que “la estructura productiva de un país tiene que cambiar drásticamente, permitiendo que las fuerzas del mercado se adapten a la nueva situación, y desarrollar un plan de ingeniería económica que, por medio de mandatos coactivos, reasigne los factores productivos de acuerdo con las necesidades de la guerra”.

Si todo lo hasta ahora dicho se aproxima a la verdad ¿por qué no incluir al petróleo entre las causas profundas de las guerras modernas? ¿Por qué los medios de comunicación, que pretenden tener la razón en sus sesudos análisis, cuando un gobierno es derrocado por la oposición armada en un país africano, la noticia sólo abarca el odio entre ambas partes y casi nunca se denuncian a las corporaciones y gobiernos extranjeros que respaldan a cada una de ellas? En muchos casos, los actores detrás de bambalinas son las empresas petroleras. México y Venezuela viven un clima de preguerra civil. Los analistas llegan a desvariar en busca de las causas profundas del drama de ambas naciones. Nadie dice que están sentados sobre un mar de petróleo y que Estados Unidos procura apropiarse de él en forma definitiva. Iguales fines, pese a la existencia de actores diferentes, persiguen los conflictos en desarrollo en regiones tan diferentes como Malvinas, Medio Oriente, Afganistán o Chechenia, o han exacerbado luchas armadas internas como en Sudán, Colombia, Nigeria y Congo.

El petróleo no sólo está detrás de guerras civiles, golpes de Estado y campañas electorales presidenciales. El petróleo es también responsable de las guerras «de baja intensidad», que destruyen comunidades enteras alrededor del mundo. Muchas comunidades indígenas y otras poblaciones locales han sido borradas del mapa o han tenido que enfrentar situaciones terribles debido a la destrucción ambiental resultante de la exploración y explotación petrolera en sus territorios, así como de la violación generalizada de sus derechos humanos. Desde Ecuador a Nigeria y desde Indonesia a Chad, el «oro negro» ha sido y será una maldición constante ¿La reciente caída de su precio internacional ha sido una medida política para atacar la fuente de recursos del Estado Islámico? ¿Doscientos mil barriles diarios justifican tanta muerte y desolación?

 

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