Los antiguos profesores de historia, cuando nos introducían por primera vez a sus alumnos en su estudio sistemático, apelaban a una metáfora para definirla y establecer su decurso.
Decían que era como un gran río -que reconoce sus fuentes primeras en algún perdido riachuelo- “que nace en las llanuras y montañas del Asia o en la Media Luna fértil y baja lentamente a través de los siglos, recogiendo agua de nuevos tributarios en su camino, hasta que en nuestros días se ensancha majestuosamente por todo el mundo.”
En ese proceso de aprendizaje hicieron que degustáramos de los libros de los viajeros y sus crónicas. A pesar de la opinión de los críticos literarios que la consideran un género menor, no importando que entre sus autores se encuentren hombres y mujeres talentosos, cuya aguda mirada brindan retratos excepcionales de acontecimientos extraordinarios o simplemente cotidianos, que definen perfiles desconocidos de la sociedad
Uno de esos cronistas de excepción fue el historiador y ensayista venezolano Mariano Picón-Salas, quien anota, cuidadosamente, sus impresiones de viajes por el mundo. Muchos de ellos cumpliendo misiones diplomáticas encargadas por el gobierno de Caracas, la Unesco y la Organización de Estados Americanos (OEA) o por cuenta de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela y de la Universidad de Columbia, Estados Unidos.
Picón-Salas es testigo y protagonista privilegiado del siglo XX. Sus apuntes como periodista de guerra son imperdibles. Vivió de cerca la caída del nazismo y visitó la capital del III Reich cuando sus ruinas aún humeaban. Berlín es todavía -escribe-“a tres lustros de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad esqueleto de Europa, la inmensa nuez vaciada y quemada, donde se ejemplificó uno de los mayores dramas de la civilización de Occidente. Hablo de los dos Berlín –el del Oeste y el del Este- porque la tragedia del hombre trasciende el marco de todas las ideologías; ni el llamado capitalismo ni el comunismo del Este tienen la fórmula exclusiva de la paz y el sosiego humano.
El observador dirá, naturalmente, que el Berlín de la República Federal (alemana) se reparó y resurgió con más rapidez que el de Pankov, pero a ambos lados de la Puerta de Brandeburgo hay todavía una frontera de edificios destruidos, un erial común del horror, y los trechos de tierra desnuda marcan el sitio donde se alzaron pomposas construcciones whilhemianas o hitlerianas.”
Inmediatamente después, el cronista, el periodista del ojo avizor, se interna en los meandros de la otrora orgullosa capital de la antigua Prusia. Recorre bares, cafés, tiendas, hoteles, salas de conciertos, barrios periféricos conversando con los berlineses, aprovechando cálidos atardeceres de verano. Resaltan las paradojas de la gran ciudad partida. “Pero Berlín es todavía no sólo un punto neurálgico en el conflicto contemporáneo, casi una peligrosa mesa de dados, sino también un microcosmos de la angustia occidental en los treinta últimos años. Fue el escenario de un drama wagneriano en que perecieron los que se creían dioses. Entre los vestigios de la destrucción aún localizo cierta Kantstrasse, calle del filosofo Kant, como si dicho nombre hubiera sido el prospecto de un rescate moral.”
Muchos de los viajes de Mariano Picon-Salas son compartidos con Germán Arciniega, ese colombiano inefable cuya pluma hizo del recorrer la historia americana un inenarrable placer. Son dos vagabundos más. No se distinguen del resto. Hasta un viaje en subterráneo les sirve de excusa para escudriñar los rostros de sus circunstanciales compañeros de marcha. Llevan -anota Picón- como la cicatriz de la angustia de sus rostros la tragedia que vivieron por decisión de un taumaturgo sediento de poder.
“¿Y Berlín está allí, sobre su drenado pantano brandeburgués, circundado de lagos y de bosques, como si despertara de una pesadilla que le quemó los ojos. Fue construido desde sus Federicos y Guillermos, llegando a Bismarck y feneciendo en Hitler como la capital de la fuerza y se trocó, en las más horribles noches de la historia europea, en capital del fuego y la ceniza. Casi 75 millones de metros cúbicos de escombros se acumulan en 1945 en las anchurosas avenidas de antaño. De la Puerta de Brandeburgo, por donde el sueño imperial debían desfilar los soldados más aguerridos de Europa, se desprendieron cuadrigas y columnas. Con los cuidados árboles de ‘Unter den Linden’ hacían leña y carbón las multitudes friolentas. El ferrocarril subterráneo se inundó y flotaban en el agua negra impregnada de hollín, pólvora y azufre, los cuerpos de los últimos náufragos. Otro infierno de horror se había consumado contra los ‘no arios’ en las cámaras de gas. Pagaban ya, en el último instante, los dominadores y los dominados. El doctor (Alfred) Rosenberg, falso filósofo del Führer, no había previsto a donde conducía su mito demoníaco del siglo XX. En el destierro, el silencio y el cautiverio había vivido durante doce años la cultivada razón alemana.”
Llega al final nuestra faena. Este breve recorte de los apuntes de viaje de Mariano Picón-Salas no tiene otra finalidad que invitar a re-conocer este extraordinario escritor latinoamericano y, de paso, asomarse a la tragedia venezolana. Tragedia que dejó patentizada en su libro Los días de Cipriano Castro, de lectura obligada.