El surgimiento de las vías recursivas tuvo un desarrollo histórico extenso y resultó, en sus orígenes, un elemento dentro de un cambio procesal mucho más abarcador, con rasgos iniciales algo diferentes a los que las caracterizan en el presente.
Ocurrió, como tantas otras cuestiones jurídicas, en la antigua Roma. También al estilo romano, fue fruto de una evolución en el tiempo.
En el proceso romano republicano no existían los recursos como los conocemos hoy. Pronunciada la sentencia, ésta adquiría carácter de cosa juzgada. Francisco Javier Navarro en su obra Así se gobernó Roma, nos expresa que se trataba de un procedimiento formulario a instancia privada, que constaba de dos etapas diferenciadas: la primera, in iure, se desarrollaba ante el pretor, quien -tras oír al demandante- determinaba si existían indicios suficientes para que su causa fuera vista por un juez, a la vez que establecía los fundamentos jurídicos por los que debía juzgarse el litigio. Todo ello quedaba redactado en un escrito (fórmula) que se entregaba a las partes implicadas. Entonces se abría la segunda fase, apud iudicem, en la que las partes acudían ante el juez previamente pactado: un ciudadano privado con prestigio y conocimientos jurídicos quien, tras oír a los litigantes, emitía sentencia en consonancia con la fórmula remitida por el pretor vinculante e inamovible para las partes.
Así se impartió justicia durante la República y hasta comienzos del Principado. Sin embargo, ya en el siglo I a. C. empezó a introducirse un nuevo procedimiento judicial extraordinario (la cognitio extra ordinem), especialmente en las provincias. Se trataba de juicios que se realizaban ante el tribunal del gobernador por asuntos especialmente complejos o difíciles de solucionar. En ellos se trataba no pocas veces de hallar la sentencia más conveniente ante vacíos legales.
Una gran novedad para este tipo de procesos fue el nacimiento paulatino de la remisión a una instancia superior para su resolución. En el sistema procesal republicano en dos fases no cabía esta posibilidad, pues se entendía que una misma cosa no podía ser juzgada dos veces. Por tanto, la segunda fase ante el juez cerraba siempre el procedimiento. En cambio, durante el Imperio, en la medida en que el poder del emperador se afianzaba, se empezó a entender que él era el auténtico juez, y por lo tanto podía revisar las decisiones de sus inferiores.
Se generalizó de tal forma acudir al emperador para entender sobre lo que debía resolverse en un proceso, pero con la peculiaridad de que quien enviaba la causa no era una de las partes litigantes sino el magistrado que había juzgado y emitido sentencia.
El emperador, en su condición de competerle la administración de la mayoría de las provincias del Imperio, empezó a ejercer tales funciones ordinarias de juez. Así, cuando un gobernador provincial estaba ante dudas razonables o circunstancias difíciles de evaluar, le remitía la causa para que dictara la última palabra. En el fondo, este tipo de envío no era otra cosa que una forma de gobierno en la que un asunto dificultoso se elevaba a una instancia superior para su evaluación. Pero pronto adquirió ribetes judiciales y quienes demandaron acudir al emperador disconformes con el gobernador, fueron las partes en el pleito.
Piero Calamandrei en el primer tomo de su obra La cassazione civile, expresa que al inicio de la época imperial el emperador fue investido del poder de reformar las resoluciones de los magistrados que sentenciaban litigios, tanto del sistema extra-ordinem como las de los iudex privatus. Impelido de entender en una multitud de casos, delegó tal poder en funcionarios que las actuaban en su nombre. Con tal grupo de funcionarios nace no sólo la jerarquía en la administración de la justicia romana sino de su consecuencia procesal: una nueva fase procesal a partir del dictado de la sentencia donde esta se analizaba y podía revisarse. Se cancelaba de tal forma la inmodificabilidad de la sentencia.
Así, poco a poco, se fueron desarrollando tribunales imperiales en los que en nombre del emperador se impartía justicia en todo tipo de materias: civiles, penales y administrativas.
Ello llevó a que la primigenia consulta, se transformara en una vía de revisión que consagró el primer recurso históricamente conocido: la apelatio.
A partir del siglo II el viejo sistema de juzgamiento republicano romano acabó siendo apartado por uno nuevo en el que un mismo juez dirigía el procedimiento en todas sus fases. Ello supuso la simplificación de la administración de Justicia pues el mismo juez garantizaba el procedimiento y dictaba la sentencia, apelable a una instancia superior. Mientras que el sistema republicano se basaba en el arbitraje y en el entendimiento de las partes, el sistema imperial lo hacía sobre la autoridad del Estado, Ahora los jueces serían funcionarios especializados que, al disponer de toda la legislación imperial, podían ser más unánimes al dictar sentencia, lo que no sucedía necesariamente durante la República.
Como puede verse, la posibilidad de recurrir tiene mucho que ver con la estructura y fines del proceso que se trate. Tampoco es posible sin una jerarquía entre los órganos que impartan justicia. En este sentido, como señala Julio Maier, el recurso así concebido era propio de la organización política imperante, algo que trascendió incluso al periodo romano para continuarse en etapas históricas posteriores. Ello, pues ante la concentración del poder central en el monarca o en el Papa, los jueces o inquisidores que actuaban como delegados estaban obligados a respetar las reglas dictadas por éste y devolver la jurisdicción delegada.
Como puede verse, desde la cosa juzgada hasta la organización judicial, muchas cuestiones experimentaron cambios no menores con el surgimiento del derecho a recurrir la sentencia del juicio.