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¿El mundo sigue en emergencia?

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Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)

La pandemia socavó el pomposo pero frágil edificio de la estabilidad global -o “glocal”, evocando a Castells-. Numerosos indicios fueron soslayados: colapsos económicos, beligerancia civil y militar, martirologios diversos en su raíz de opresión -étnica, ideológica, confesional, política, económica-, erráticas y desamparadas correntadas migratorias y aun epidemias de grave impacto sanitario anticipaban que un duro golpe estaba cerca. Pero las advertencias no fueron recogidas en la construcción de agendas o de políticas, mucho menos en la definición de instrumentos nacionales e internacionales.

Para muchos países, en especial la Argentina, la pandemia implicó un paso más dentro de situaciones de excepción puestas en marcha. Así, el bagaje normativo que se dispuso desde que Alberto Fernández anunció aquella primera etapa de aislamiento obligatorio (marzo de 2020) regula una “emergencia dentro de la emergencia”, parafraseando a Poe (y pidiéndole disculpas). En el mundo, también en nuestro país, la sorpresa inauguró una tiranía del presente. “El pasado no nos sirve y desconocemos el futuro”, pareció ser la consigna. La emergencia marcó y marca el día a día, en plazos de renovación periódicos y breves.

Por ensayo y error el mundo transita penosamente la experiencia pandémica. Existió cierto consenso inicial en la dirigencia y la primera línea científica, bien asimilado por la comunidad, en torno a las medidas de prudencia. Se aceptó en ese marco que la “última ratio” que supone vincular al orden público con el estado de emergencia habilitaba la adopción de medidas que, tanto en la escena internacional como nacional, importaban cambios importantes -pero transitorios- en las reglas de juego, para evitar mayores perjuicios. El cierre de límites interjurisdiccionales -exteriores e internos a los países-, impensado en un mundo crecientemente integrado, se aceptó como una solución de compromiso destinada a consolidar ciertas seguridades. El confinamiento en los hogares, a pesar de sus elevados costos sociales y económicos, se toleró como un paso indispensable para poner a punto los sistemas sanitarios y evitar contactos que multiplicaran las posibilidades de contagio del virus. Se consideraron como “esenciales”, en ese replanteo de la vida en relación, diversas actividades que, por cotidianas, nos resultaban imperceptibles. Los seres humanos se replegaron como pocas veces en los últimos siglos, sin que la amenaza fuera el ataque de un congénere.

“Se consideraron como ‘esenciales’, en ese replanteo de la vida en relación, diversas actividades que, por cotidianas, nos resultaban imperceptibles. Los seres humanos se replegaron como pocas veces en los últimos siglos, sin que la amenaza fuera el ataque de un congénere”.

A la hora de escribirse estas líneas, han pasado más de 17 meses desde que se notificó el “caso cero”. En ese ínterin, llevamos 15 meses desde la declaración de epidemia y casi 14  desde la nominación de pandemia (en estos dos últimos casos, por la OMS). Se han acumulado alrededor de 144 millones de enfermos, de los cuales han muerto algo más de 3 millones. En tanto, se desarrollaron a contrarreloj, por diversos países, alternativas de inoculación que están recorriendo diversas etapas -más allá de su meteórica habilitación-, produciéndose alrededor de mil millones de dosis, aplicadas en su primer ciclo en unos 500 millones de personas (completando el ciclo menos de la mitad). Esta población inoculada se concentra prioritariamente en países desarrollados. Con base en instrumentos de excepción, la mayoría de los Estados preparó sus sistemas según sus posibilidades, reorganizó la atención hospitalaria, reestructuró equipamiento. Absorbió como pudo el impacto de la caída del empleo, contuvo con paliativos de todo orden la gravísima crisis social. Redefinió los servicios educativos de todo nivel.

Pero las normas de fondo, tanto internacionales y nacionales, se mueven a otra velocidad. Las primeras, concebidas después de la posguerra para señalar los rumbos de la civilización (universalización de los derechos humanos y del Estado de derecho, impulso de la integración económica y política -incluso de la supranacionalidad-, de la transnacionalización de bienes, servicios o factores productivos, regulatoria de los fenómenos migratorios y otras) siguen brillando por su ausencia. ¿Es que la OMS o su nave nodriza ONU no puede concertar tres o cuatro artículos que vertebren alguna idea de solidaridad planetaria en este gravísimo contexto? ¿Tan poderosos son los intereses sectoriales, las presiones externas de unos pocos Estados -o sus conflictos internos-? ¿Tan poco tienen para decir los demás países?

En tanto las normas nacionales -y sus sucedáneas provinciales-, dictadas desde hace más de 25 años, aun bajo las urgencias del presente -o de su interpretación por un núcleo decisorio- y destinadas a un futuro que ya estamos transitando y, por tanto, no es desconocido, ¿pueden seguir renovando cada 15 días la misma incertidumbre? ¿No hubo espacio en este año para trabajar en uno o varios instrumentos legislativos destinados a reglar una etapa que desde hace tiempo se sabe que será larga? ¿Puede decirse, a un año vista, que sigamos transitando “una emergencia dentro de la emergencia”?

Aplicación de regímenes precarios, relaciones de excepción, centrifugado de controles -algunos absurdamente exigentes, otros sorprendentemente laxos- para una etapa que está destinada a terminar; a la que le seguirá otra en la que, seguramente, se revisará lo actuado. Dejar en manos del Poder Judicial cuestiones que a esta altura deben debatirse en el Congreso sólo muestra el fracaso de lo que en un momento hemos celebrado como un verdadero consenso político. El derecho probablemente llegue tarde. Hoy no se utiliza al máximo su potencial para salir de la tiranía del presente; y las urgencias que éste dicte a la dirigencia en el futuro, seguramente le harán revisar el pasado desde aquellas categorías, sin dedicarse a comprender acabadamente el tiempo transcurrido.

En tanto, la dirigencia global o nacional pierde la confianza de una audiencia -en términos de Manin- desprotegida y crecientemente resentida.

Sin reglas de derecho a la vista, la emergencia -que a esta altura ya no es tal- se hará tan ingobernable como la pandemia que está destinada a sujetar.


(*) Docentes, UNC

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