La muerte del destacado futbolista neerlandés reavivó el recuerdo no sólo de una jugada clave en la final de ese campeonato sino también del contexto en el que se disputó
Carlos A. Barrionuevo (*)
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El pasado sábado 25 de enero murió en Amsterdam, capital de Países Bajos, Rob Rensenbrink,
excepcional futbolista neerlandés que brilló en la selección de su país y en dos clubes belgas Brujas y Anderlecht, en el que también se destacó el cordobés Matías Suárez-, que gracias a su talento lograron destacarse en las competencias europeas. Más allá de todos sus triunfos, Rensenbrink quedó en la historia por hacer estrellar la pelota contra el poste derecho del arquero argentino Ubaldo Matildo Fillol, cuando ya había expirado el tiempo reglamentario de la final del Mundial de 1978. Como recordamos, ese partido terminó pocos minutos después con el resultado 1-1, lo que obligó a jugar un alargue, al cabo del cual Argentina se coronó campeona del mundo.
La muerte de Rensenbrink nos llevó a revivir no sólo aquel momento sino también el Mundial y su contexto histórico. La junta militar que gobernaba el país intentó usar ese evento –que de por sí habría despertado un enorme interés aun sin una campaña mediática- para mostrar al mundo una imagen perfecta, impoluta de Argentina; una Argentina en la que se respetaban los derechos humanos y reinaba la paz. Ya la imagen inicial de la transmisión televisiva, el día de la ceremonia inaugural, se enfocaba en ese objetivo: gente joven bailaba y se divertía en un boliche.
Una imagen ajena al fútbol pero que pretendía ser la carta de presentación de un país que llevaba una vida normal.
Panem et circenses
La dictadura empleó con éxito la antiquísima fórmula panem et circenses. Ya meses antes de su inicio, el Mundial era el centro de la atención de todos. Una actividad secundaria –el fútbol- había logrado convertirse en un tema ineludible y excluyente y distraer la atención de la población, atención que se dividía entre los graves problemas económicos que cada individuo y familia padecían -y les urgía resolver- y la pasión por el fútbol, pasión a la que se le sumaba la posibilidad concreta de que la selección nacional obtuviera -por primera vez en la historia- la preciada Copa del Mundo, aquella que –para envidia nacional- ya habían conquistado diversas veces Brasil y Uruguay. El gobierno de facto consiguió –puertas adentro- combinar la simpatía de la que aún gozaba por parte de sectores de la población –no sólo de aquellos que se enriquecieron gracias a él sino de quienes lo vieron como una solución para la guerrilla armada- con la pasión por el fútbol (por entonces, casi exclusivamente masculina) y una sensación de que la presencia militar garantizaba no sólo la realización del Mundial en territorio argentino sino –debido a su poder absoluto e intimidatorio- también la victoria de la selección.
Dos frentes “aguafiestas”
Había sólo dos frentes que se oponían a ese propósito: el interno, compuesto por quienes sufrían directa o indirectamente los crímenes de la dictadura, y el externo, es decir, la comunidad internacional que los denunciaba. El primero ya estaba prácticamente aplastado en esa época pero tenía esperanzas de que la presencia de periodistas extranjeros permitiera que el mundo se enterara de la tragedia. De hecho, numerosos periodistas extranjeros se acercaron a la Plaza de Mayo el jueves 1 de junio de aquel año – el mismo día en que ocurría la inauguración oficial del campeonato- para conversar con las madres que ese día hacían su ronda habitual.
El segundo, el conjunto de las naciones civilizadas, denunciaba desde hacía años los crímenes de la junta militar: torturas, desaparición forzada de personas e incluso los denominados “vuelos de la muerte”. Países como Alemania e Italia – que renegaban de sus locuras nazi y fascista, respectivamente, para enfrentar, en aquella década de 70, la guerrilla con los instrumentos propios del Estado de Derecho- acusaban al Estado argentino de haber entregado a la junta militar un cheque en blanco para combatir idéntico enemigo con las armas del terror de Estado. Sin embargo, pese a todo, los países que denunciaban las atrocidades de la dictadura –además de Alemania e Italia, podemos mencionar a Francia, España, Suecia, Austria y la propia Holanda- decidieron avalar el Mundial en Argentina y vinieron a jugar. ¿Qué intereses superiores a los derechos humanos los habrán llevado a mirar hacia otro lado?
Algunas preguntas sin respuestas
Se han escrito páginas y páginas, libros y libros, así como numerosas webs con material que relata los sucesos paralelos a ese campeonato de fútbol. Un ejemplo es el portal Papelitos.com.ar, que publica 78 historias sobre el Mundial. En el espacio reducido con el que contamos, nos pareció interesante reflotar –con motivo de la muerte de Rensenbrink- una pregunta sin respuesta: ¿qué habría pasado si esa pelota hubiera entrado en el arco argentino? No es descabellado pensar que –tal como opinaba el propio Rensenbrink- el árbitro italiano Sergio Gonella –fallecido en 2018-, máxima autoridad de la final, habría anulado el gol, bajo la influencia que generaban la presión del público y la presencia del dictador Jorge Rafael Videla y sus secuaces de la junta militar que entonces gobernaba el país. Sin embargo, tampoco es descabellado pensar que –ante la falta de argumentos para hacerlo- no lo anulara, que los minutos se esfumaran y que el partido terminara con la victoria neerlandesa.
¿Qué habría sucedido entonces? Aun sabiendo que esa pregunta no tiene respuesta o tal vez precisamente por eso volvemos a formularla. Algunas respuestas son obvias: Holanda (aunque la denominación correcta es “Países Bajos”, es imposible referirse a la final del Mundial 1978 sin hablar de “Holanda”) habría sido la campeona y no Argentina; Rensenbrink habría sido el máximo goleador y no nuestro Mario Kempes. Es imposible imaginarse el escenario después del pitazo final de Gonella. ¿Cómo habríamos manejado la indescriptible e inconmensurable frustación? ¿Cómo habría reaccionado la junta militar presente en el estadio? ¿Los hipotéticos campeones habrían aceptado recibir el preciado trofeo del odiado dictador? (cabe recordar que en la final real no comparecieron a recibir el premio correspondiente al segundo puesto).
Otras variantes de la misma pregunta:
¿El hipotético gol de Rensenbrink y la consecuente victoria habrían acortado el reinado de los militares? ¿Habría demostrado ese gol que el poder de los militares no era tal y que –por lo tanto- no alcanzaba para garantizar la gloria mundialista ni tampoco para perpetuarse en el poder?
En realidad, tal vez sea necesario formular una pregunta con mayor rigor: ¿habría tenido un fracaso deportivo el mismo efecto que se le atribuye a la derrota militar de la guerra de Malvinas –ocurrida escasos cuatro años después-, es decir, habría contribuido para acelerar el fin de la cruel dictadura que gobernaba el país desde 1976?
Algunas respuestas
Lo que sí podemos decir es lo que realmente ocurrió: la victoria deportiva le dio enorme sustento a la dictadura e incluso otorgó carisma a algunos de sus líderes –en especial a Videla-.
Una vez más, la certeza de la inutilidad de los análisis contrafácticos nos obliga a formularnos algunas preguntas más racionales y prácticas: ¿por qué permitimos que se nos manipule con cosas que –independiente de la pasión que despiertan- sólo tienen valor secundario? ¿somos capaces –no ya como sociedad sino como especie- de no dejarnos obnubilar por una pasión y mantenernos atentos a la realidad? Las ediciones del Buenos Aires Herald durante el Mundial tal vez sean una respuesta a esa última pregunta. Su editor, Robert J. Cox, supo combinar en sus páginas la pasión futbolera con la denuncia valiente de las atrocidades de la dictadura.
(*) Editor