Por Silverio E. Escudero
Hace 25 años, en Ruanda (el maravilloso país de las mil colinas, en la región de los Grandes Lagos) alguien abrió las puertas del averno y se liberaron todos los demonios. El terror reinó en las calles y el hombre, enajenado por el fanatismo, participó en la mayor orgía de sangre y muerte que haya vivido África a lo largo de su historia.
Los tutsis, a los que los belgas en la segunda década del siglo XX les dieron preeminencia política y económica en sus posesiones coloniales, fueron exterminados a machetazos por los partidarios del gobierno ruandés luego de que fue derribado el avión que llevaba a bordo al presidente Juvenal Habyarimana, con su homónimo de Burundi Cyprien Ntaryamira. Regresaban desde Dar es Salam, Tanzania, a la capital ruandesa Kigali, después de firmar un trabajoso tratado de paz con el Frente Patriótico Ruandés (tutsis). Con el acuerdo se pretendía cerrar décadas de enfrentamientos.
Entre 800.000 a un millón de cadáveres de hombres, mujeres y niños tutsis y hutus moderados -hombres y mujeres de buena voluntad que intentaron ocultar a los perseguidos o frenar la locura- forman parte del inventario de la muerte.
Nadie fue ingenuo ante lo sucedido y la complicidad internacional fue evidente. Todas las cancillerías del mundo estaban alertadas sobre lo que se avecinaba. Desde la llegada del hombre blanco, Ruanda vivió en un constante enfrentamiento étnico-tribal, impulsado desde atrás de los cortinados de la corte del rey Alberto I. Razón por la cual los gobernadores militares, a poco de hacerse cargo del gobierno colonial en 1923, ordenaron realizar un censo para saber quién era quién en los territorios.
Los belgas -usando los mismos instrumentos de medición que usaron los nazis para segregar a los judíos- eligieron como aliados a los tutsis porque su estructura morfológica los hacían más blancos, inteligentes, esbeltos y de nariz larga, mientras que los hutus resultaron más oscuros, de menor talla y nariz chata.
Sembraron así las semillas del odio que dividió para siempre a un pueblo agricultores y pastores que, hablando la misma lengua, dirimieron sus diferencias a lo largo de los siglos con inteligencia y equidad.
La corte belga, al responder en 1958 a un petitorio de un grupo de intelectuales hutus que pretendían mejor trato para los suyos, afirmó: “Podría preguntarse cómo los hutus reclaman ahora sus derechos al reparto del patrimonio común. De hecho, la relación entre nosotros (tutsis) y ellos (hutus) ha estado siempre fundamentada sobre el vasallaje; no hay, pues, entre ellos y nosotros ningún fundamento de fraternidad. Si nuestros reyes conquistaron el país de los hutus matando a sus reyezuelos y sometiendo así a los hutus a la servidumbre ¿cómo pueden ahora pretender ser nuestros hermanos?”.
Las causas primeras del genocidio de Ruanda habrá que buscarlas en la Conferencia de Berlín que reguló las condiciones “más favorables” para el desarrollo del comercio y “la civilización” en ciertas regiones de África. También se pretendía “asegurar a todas las naciones las ventajas de la libre navegación de los dos principales ríos de África, que fluyen en el Océano Atlántico (y) evitar los malentendidos y las disputas que puedan surgir en el futuro a partir de nuevos hechos de la ocupación (posesión de empresas) en la costa de África. , y que se trate, al mismo tiempo, en cuanto a los medios de fomentar la moral y el bienestar material de las poblaciones indígenas; han resuelto (…)”. La conferencia declaró la libertad de comercio en la cuenca del Congo, su desembocadura y regiones circundantes, incluyendo la trata de esclavos y las operaciones por mar o tierra que proporcionaban esclavos para ese comercio.
La guerra civil estaba en marcha. Crecía en crueldad.
La prohibición de los casamientos intertribales fue de una brutalidad innecesaria al igual que las amenazas de encarcelamiento indefinido. Destruían ancestrales vínculos sociales y culturales en un país que había aprendido, a lo largo de los siglos, a convivir en un clima de relativa paz y concordia. Acuerdo que incluía a los pigmeos que habitan la región de los gorilas de montañas y de los monos dorados, una de las especies de primate más raras del mundo.
El 6 de abril de 1994, los restos del avión presidencial quedaron esparcidos en los jardines de la residencia oficial. Los hutus clamaron venganza. Por miles se sumaron a las hordas que exterminaron a la mayoría de los 1,3 millón de tutsis que vivían en Ruanda.
Fue un genocidio de proximidad. Los medios de comunicación instaban asesinar a los amigos, familiares, vecinos y compañeros de trabajo. En el camino quedaron miles de mujeres violadas que parieron alrededor de 10 mil niños que, al nacer, también fueron asesinados.
Decíamos que la comunidad internacional cerró los ojos. Francia, Bélgica y Gran Bretaña “jugaron al distraído”.
Noventa días antes –anotan los historiadores- el responsable de la misión de la ONU en Ruanda, Romeo Dallaire, dio la voz de alarma al comprobar que los hutus más radicales se estaban armando con el objetivo de acometer el exterminio tutsi. A nadie le importó lo que sucedía.
Los 2.500 cascos azules desplegados en el país centroafricano decían ser suficientes para mantener la paz y el orden. El Consejo de Seguridad jamás explicó por qué, en medio de la carnicería, ordenó el retiro de las fuerzas de paz dejando un retén de sólo 247 hombres.
El informe de Dallaire incluía un capítulo especial donde se explicaba el rol que cumpliría la TV y radio de las Mil Colinas en la batalla. Guió a la masa vociferante hacia los refugios donde se ocultaban los tutsis e indicaba la ubicación de los caminos que podía llevar a algunos a la selva para ocultarse.
El 8 de noviembre de 1994, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó el estatuto del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) encargado de investigar el genocidio con 13 votos a favor, la abstención de China y el voto en contra de Ruanda, que se oponía a que el tribunal pudiera dictar la pena de muerte.
Pese a todo, el TPIR se estableció en la ciudad tanzana de Arusha y comenzó sus trabajos en 1995. El 2 de septiembre de 1998 produjo la primera sentencia. El TPIR declaró a Jean Paul Akayesu culpable de instigar el asesinato de 2.000 tutsis en Taba, ciudad de la que era entonces alcalde.
Desde su creación y después de 21 años en funcionamiento, a diciembre de 2015, el TPIR ha dictado 93 sentencias condenatorias individuales. Nómina integrada por militares de todos los rangos, políticos, religiosos, milicianos y miembros de la radio-televisión Mil Colinas, entre otros medios nacionales y extranjeros. Faltaron en el banquillo de los acusados los traficantes de armas.
El doble magnicidio que dio pie al genocidio nunca fue esclarecido. Aunque dos investigaciones –una francesa y otra española- coinciden en señalar al actual presidente de Ruanda, Paul Kagame, como el instigador.
En forma paralela al TPIR confluyeron dos tribunales más en Ruanda: uno promovido por el Gobierno y otro popular, conocido como los juzgados “Gacaca”. El Tribunal Supremo procesó a más de 55.000 detenidos y cuando se constituyó esa corte, el 17 de octubre de 1995, el entonces presidente ruandés Pasteur Bizimungu pidió que se distinguiera entre quienes planificaron el genocidio, propagaron el odio y ejecutaron las órdenes.
A su vez, los tribunales populares juzgaron hasta su cierre oficial, en 2012, a casi dos millones de personas en medio de críticas por parte de la comunidad internacional que cuestionaban su parcialidad. Cinco mil condenados por estos tribunales apelaron a juzgados ordinarios del país entre 2013 y 2017, alegando que sufrieron un “juicio injusto”.
Europa y la Justicia saben que por las calles transitan en tranquilidad cientos, miles de criminales de guerra. Es preferible, asegura la dirigencia política, aportar al olvido y cerrar los ojos.