Era el mediodía del 4 de noviembre del año 2005, faltaban pocas horas para el plenario general de la IV Cumbre de las Américas en Mar del Plata.
En el estadio mundialista una multitud coreaba con tal fuerza “un minuto de silencio, para el ALCA que está muerto” que el presidente Chávez detuvo su discurso y comenzó a dar saltitos con la gente. Diego Maradona agitaba los brazos como un profesional de la hinchada, mientras Evo Morales aplaudía pausado y sonriente. Rápidamente un niño cubano tomó el micrófono y arengó a las masas con toda la elocuencia de un caribeño bien educado. Después, el resumen de la jornada en una frase: “ALCA ALCARAJO”. Latinoamérica aparecía, con su traje propio, en la gran política internacional.
El Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA) fue un proyecto de Estados Unidos para ampliar a todo el continente el intercambio libre que mantenía con México y Canadá. El análisis debe entonces centrase en una historización del libre comercio y sus efectos, en el marco de los intereses geopolíticos estadounidenses. Para ello, dividiremos esta nota en dos entregas. Primero esbozaremos el proceso de instauración general del comercio en la historia, para centrarnos en la segunda parte en la ofensiva neoliberal y el intento de construcción del ALCA.
El sistema actual recibe en las ciencias sociales el nombre de capitalismo. Es decir, el sistema del capital, del comercio, de la economía. En la antigüedad, en el feudalismo y entre nuestros pueblos originarios había comercio claro, pero no regía las vidas de las personas. Por el contrario, distintas trabas (religiosas, legales, familiares) impedían la comercialización de todas las cosas. Como si la humanidad temiese los efectos de no ser regida por fuerza alguna, más que la economía.
Digamos también que el capitalismo no nació de un día para el otro sino que su historia es en buena medida la historia del derrumbe de cada aspecto que entorpeciera el despliegue del comercio a todos los ámbitos. Pensemos en la eliminación de los gremios medievales que negaban la competencia de los oficios, la abolición de los títulos de nobleza en la Revolución Francesa que impedían el ascenso al poder de los sectores comerciantes, o en la eliminación de la propiedad comunitaria de los pueblos cordilleranos precoloniales, por tomar algunos ejemplos.
A fines del siglo XVIII Adam Smith terminó de desterrar el llamado “mercantilismo”, una economía controlada por las monarquías mediante las grandes compañías estatales coloniales.
Las nuevas trabas al comercio libre no vendrían entonces de los derechos señoriales, conocidas como “banalites”, de la iglesia y su discurso condenatorio del lucro, o de las formas de vida familiares con posesión de medios de producción para autosustentarse, sino de la regulación de los gobiernos de los Estados-nación. Así, cuando Juan Manuel de Rosas osó prohibir la importación de ciertos productos europeos que competían con los nuestros, la reacción sería tan virulenta que ni siquiera su cadáver podría descansar en la Argentina. Y es que éste es el gran tema del libre comercio entre naciones: las barreras arancelarias, proteger o no la industria local. Adoptar o rechazar la división internacional del trabajo. Ya lo decía Sarmiento, el padre del aula: “Nosotros no somos ni industriales ni navegantes, y Europa nos proveerá por largos siglos de sus productos a cambio de nuestras materias primas”.
Más adelante, otro economista inglés, John Keynes, inauguraría una oleada de regulaciones estatales sobre la economía. En Latinoamérica, el primer peronismo, el varguismo brasileño o el cardenismo mexicano fueron sus expresiones, pero también el New Deal estadounidense se encuadró en esta teoría. Tomando cualquier índice, no cabe duda de que fue este modelo el que, en el marco del capitalismo, logró las mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. En Argentina las industrias crecieron al no competir con los productos industriales europeos (continente desangrado en sus guerras “mundiales”), y con ellas se rozó el pleno empleo y el “fifty-fifty” en el reparto de las ganancias entre capital y trabajo.
Pero desde el norte, Estados Unidos profundizaría su camino paradójico: pregonando el libre comercio al mundo con discursos aggiornados como el “panamericanismo”, o imponiéndolo a punta de metralla en frecuentes intervenciones armadas, fueron a su vez grandes exponentes del proteccionismo en su territorio.
Finalmente, la contraofensiva liberal no se haría esperar, el keynesianismo debía ser aniquilado pues, en su asociación con tendencias nacionalistas, amenazaba el crecimiento perpetuo de las industrias ahora transnacionales y su afán de conseguir nuevos mercados y materias primas a bajo costo. Con Margaret Thatcher y Ronald Reagan como abanderados, el neoliberalismo se impondría en el mundo a cualquier precio y por cualquier medio. Aquí, las propagandas difundidas por la última dictadura militar invitando a despreciar la industria nacional y adquirir cómodas sillas extranjeras inaugurarían el servicio de la televisión a la economía, ayudando a la metralla.
Nacía la última globalización, la hegemonía norteamericana final, el capitalismo perpetuo.
¿El fin de la historia?
(*) Licenciado en Historia por la UNC. Docente e investigador.