Libertad de expresión, teorías científicas y creencias religiosas fueron llevadas a juicio
Por Luis R. Carranza Torres
Fue uno de los procesos emblemáticos de un nuevo tiempo y una nueva sociedad. No sólo para Estados Unidos sino para la cultura occidental toda. Técnicamente se lo caratuló y registról como “Scopes v. State, 152 Tenn. 424, 278 S.W. 57 (Tenn. 1925)” por parte de las autoridades judiciales del estado de Tennessee. Mucho más llanamente la prensa lo llamó Scopes monkey trial o, directamente, “el juicio del mono”.
Ni uno ni otro rótulo alcanzan a dar una idea, incluso somera, de los valores en juego en tal litigio. Menos aún dan cuenta del modo en que se trataron. Un cóctel en el cual lo profundo y lo superficial fueron agitados en el mismo y único envase. La piedra que causó el pleito, la denominada Butler Act, tenía idéntica composición. Se trataba de una ley estatal tan hipócritamente moralista como agraviante de los derechos individuales, sancionada por la legislatura de Tennessee a instancias de John Butler, feligrés de la Iglesia Baptista Primitiva y miembro de su Cámara de Representantes. En ella se prohibía “la enseñanza de la Teoría de la Evolución en todas las Universidades, Escuelas Normales y todas las demás escuelas públicas de Tennessee, que están sostenidas en todo o en parte por los fondos públicos escolares del Estado, y dictando castigos para sus infracciones”. El texto precisaba que sería ilegal “enseñar cualquier teoría que niegue la historia de la Creación Divina del hombre como enseña la Biblia, y enseñar en su lugar que el hombre desciende de un orden inferior de animales”, estableciendo multas de entre 100 y 500 dólares para los infractores.
John Scopes, un profesor sustituto de biología en una escuela secundaria, fue acusado el 5 de mayo de 1925 de enseñar la evolución utilizando un capítulo de un libro de textos que estaba basado en ideas inspiradas en el libro de Charles Darwin El origen de las especies. El juicio subsiguiente enfrentó dos pesos pesados de la abogacía de la época. En un rincón del cuadrilátero judicial y a cargo de la fiscalía se hallaba William Jennings Bryan, miembro del congreso, ex secretario de Estado, y tres veces candidato presidencial, y en el otro rincón, por la defensa, se ubicó Clarence Seward Darrow, directivo de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. A ambos les interesaba tanto hacerle morder el polvo al otro en el estrado como defender los valores por los que abogaban.
El proceso concitó la atención de gran parte del país, y de toda la pequeña localidad de Dayton, en el Rhea en el estado de Tennessee. Un pueblo perdido con sólo 1.756 habitantes en el este del estado, donde nunca pasaba nada digno de mención.
De hecho, el propio proceso fue “armado” a instancias de George Rappleyea, ingeniero y director de la “Cumberland Coal and Iron Company”, a fin de lograr publicidad gratis para mostrar el rechazo a la norma y, de paso, revitalizar la alicaída economía del lugar con los “turistas judiciales” que vendrían por el juicio. Tras conseguir el beneplácito de los líderes locales, George persuadió tanto a Scopes de ser acusado por dicha infracción como al juez del distrito de que “aceitara” el proceso.
De hecho, el profesor fue llevado a juicio público el 24 de abril de 1925, después de que tres estudiantes testificaron en su contra frente al gran jurado, a instancias del propio Scopes. El juez John T. Raulston, por su parte, aceleró las deliberaciones del gran jurado y, conforme los dichos de Edward Larson en su libro Summer for the gods: the Scopes trial and America’s continuing debate over science and religion “…prácticamente los instruyó a que declararan culpable a Scopes, a pesar de la pobre evidencia en su contra y la abundancia de dudas sobre si el acusado en efecto había enseñado la evolución alguna vez en su clase”. Para qué arruinar un buen negocio entrando en detalles.
Por supuesto, durante el desarrollo del pleito todo era negro o blanco, sin medias tintas: la Biblia estaba equivocada o Darwin decía tonterías. Ninguna posición intermedia de conciliación le interesó a nadie. Sólo era la pugna entre dos posturas que se habían vuelto igualmente fanáticas.
El juicio acabó el 21 de julio de 1925. Scopes fue condenado a pagar 100 dólares que abonó Paul Patterson, por entonces propietario del diario Baltimore Sun. Fue el digno insípido corolario a un proceso sin pies ni cabeza, por momentos profundo y, en otros, decididamente ridículo.
En suma, lo que no era más que un dudoso proceso, tirando a esperpento judicial fue luego llevado al cine. En 1960, el estudio United Artists, de la mano de Stanley Kramer, quien además de producirla asumió su dirección, produjo la película Inherit the Wind, más conocida entre nosotros como Heredarás el viento, protagonizada por Spencer Tracy, Fredric March, Gene Kelly y Dick York en los papeles principales. Era una parábola, a partir de los hechos del juicio, contada en tono épico de lucha de valores, como la más sonada y sincera batalla judicial en la historia entre creacionismo y evolucionismo, cuando distaba mucho de eso.
Como suele pasar, Hollywood iba al rescate de la historia estadounidense a fin de agregarle un brillo y distinción del que carecían los hechos del caso. La ley del caso, la llamada Butler Act, no se derogó hasta el 18 de mayo de 1967.