La historia de piratería marítima o fluvial se remonta a los comienzos de los tiempos. Ha sido -y es- uno de los temas centrales de los fogones de miles de caravanas y expediciones que transitan un mundo cuasi desconocido, venciendo todas las dificultades y obstáculos que les ponen el hombre y la naturaleza en su camino.
Historias de piratas y salteadores de caminos los hubo de todo pelaje y color. En las tablillas de Sumer hay descripciones detalladas del comportamiento de los bandidos, al igual que en los registros que es posible encontrar en las ruinas del Antiguo Egipto.
Los antiguos cronistas de la Grecia Clásica también se distraen en narraciones similares. Fenicios y cartagineses discuten sobre las formas de dotar de seguridad para navegar a un lado y otro de las Columnas de Hércules.
En los alrededores de las ruinas de Cartago como entre las cenizas que cubrieron Herculano se encontraron planes y estudios militares para armar una flota de guerra que protegiese la marcha de los mercaderes rumbo al puerto de Cádiz hasta las costas africanas o a las islas británicas en medio del cuasi infernal mar del Norte.
La industria paralela a la piratería que reportaba fabulosas ganancias fue la venta de esclavos y los pedidos de rescates. Nadie se animó a justipreciar el monto que Roma pago por la vida de tres prestigiosos cónsules capturados durante su tránsito por los alrededores de Chipre que fueron devueltos un poco deteriorados y sin la corte de bellas hetairas y cortesanas que hacían más llevaderos los monótonos días de navegación y de calma chica, según cuenta Cayo o Gayo Suetonio Tranquilo, aquel audaz historiador romano que desnudó la miseria y la intimidad de 12 césares.
Con la llegada de la Era de los Grandes descubrimientos geográficos el negocio ganó en volumen y las técnicas se sofisticaron. Gran Bretaña y Países Bajos se especializaron en la materia. Sus compañías de negocios de ultramar llegaron a contar con prósperas divisiones de piratería que hasta ofrecían trabajos por encargo. Tal como ocurrió en sitio de Cartagena de Indias de 1741, donde don Blas de Leso enterró para siempre el honor de la Marina Real británica (Julián Zugasti, El bandolerismo y otras transgresiones. Estudio social y memorias históricas. 1876-1880).
La aparición en el escenario náutico de buques propulsado por máquinas o por turbinas de vapor provocó un cambio significativo en la navegación. Ya no se dependía de la intensidad de los vientos y corrientes marítimas como en los no tan lejanos tiempos en que reinaban las velas.
Sería muy útil en tiempos de creciente ignorancia recrear la aventura que protagoniza el hombre al soñar con una nueva manera de viajar. Los primeros verdaderos buques transatlánticos eran de vapor y gracias a ellos se popularizó la palabra “vapor” para referirse a un barco de vapor.
El primero que lo intentó fue el español Blasco de Garay que propulsó una galera -“La Trinidad”-, de 300 toneladas de desplazamiento, por medio de seis ruedas de palas movidas por una máquina de vapor. El descreimiento general y las dificultades financieras de la corona hizo que la idea quedara relegada hasta finales del siglo XVIII cuando el físico francés Denis Papin -experto en armamentos- diseñó un barco a vapor que despertó la envidia general. La guerra se tornaba diferente.
Entre 1765 y 1790, James Watt convirtió el concepto preexistente de la máquina de vapor atribuido usualmente a Thomas Newcomen, en un invento realmente eficaz, gracias a la incorporación del condensador externo que permitió extender el uso del vapor como fuerza motriz.
Isaac Asimov, en su extraordinaria Historia universal (14 tomos), avisa que los piratas fueron los primeros en usar el modelo industrial salido del talento de Newcomen al que le agregaron un conjunto de cuatro hélices. La noticia provocó una enorme tormenta política cuyas consecuencias intentaron saldarse durante la Gran Guerra.
Este pequeño ensayo exige que dejemos atrás el escenario del Mediterráneo para abrazar los mitos y leyendas del “Mar Tenebroso”.
Los portugueses se interesaron por primera vez por África oriental a principios del siglo XV pero debían superar el tapón musulmán que obstruía la ruta de las caravanas hacia y desde Oriente y los inconvenientes que debían superar las que cruzan el Sahara llevaban el oro africano hacia el Mediterráneo, para conquistar los salones europeos.
Para sortear este monopolio del mundo musulmán, en la década de 1420 los portugueses intentan acceder vía marítima a las riquezas de África.
El primer impulso es dado por el príncipe Enrique el Navegante, cuya Sala de Mapas y Biblioteca tiene la memoria del mar. La progresión es lenta. Al sur del actual Marruecos la costa es deshabitada e inhóspita. Los vientos del noreste son favorables a la ida pero dificultan la navegación de regreso.
La gran incógnita empieza en el Cabo Bojador. Aquí, la violencia de las corrientes acrecienta en los marineros el temor de no poder volver del “Mar de las tinieblas”.
El obstáculo es franqueado por Gil Eanes en 1435. Esta victoria contra el miedo señala un momento crucial y el proceso se acelera. Diez años más tarde los navegantes portugueses alcanzan el Cabo Verde.
A la muerte de Enrique el Navegante, las carabelas portuguesas han visitado el litoral africano hasta Sierra Leona, nombre dado por los marineros a una insólita montaña cuya silueta parece un león.
Más allá la costa empieza a cambiar. Se torna más rectilínea, evolucionando primero al sureste y luego al este. Para los cartógrafos y navegantes portugueses, la extremidad de África parece estar cerca.
En este momento la aventura marítima cambia de objetivo. De aquí en adelante el “gran cometido” que moviliza a todas las fuerzas es la búsqueda de una ruta hacia las Indias, rodeando África por el sur.
En 1472 Fernando Po alcanza la costa del actual Camerún y anuncia la mala noticia: el golfo de Guinea es un callejón sin salida y la costa africana vuelve a tomar una orientación norte-sur.
Bajo la autoridad de Juan II, nuevo rey de Portugal, cada una de las expediciones que sigue debe descubrir por lo menos 100 leguas más de costa, es decir, unos 550 kilómetros.
Desde entonces Portugal es dueño del golfo de Guinea; Diogo Cão alcanza y luego rebasa la desembocadura del río Congo en el transcurso del año 1482. En un segundo viaje, Diogo Cão remonta el río hasta los primeros rápidos, alcanzando más tarde el Cabo Cross en la costa de la actual Namibia.
La expedición siguiente, al mando de Bartolomeu Dias, zarpa de Lisboa en el mes de agosto de 1487. Hace escala en Namibia y luego se aleja de la costa en busca de vientos favorables. Cuando vuelve a tomar un rumbo noreste tiene que navegar mucho tiempo antes de ver tierra nuevamente, a la altura de la actual bahía Mossel.
Ésta es una breve aproximación a la historia de uno de los imperios coloniales más feroces de la historia. Ciento de miles de personas han muerto a manos del terror portugués. Para todos ellos, memoria y homenaje.