Por Silverio E. Escudero
“No sé cómo será la tercera guerra mundial, sólo sé que la cuarta será con piedras y lanzas”. Albert Einstein
La decisión de Japón de incorporarse activamente a la carrera armamentista abrió un debate histórico- político largamente postergado. Cuestión que tomaron como bandera los nacionalistas reclamando la restauración del viejo imperio, denostando a los que abjuraron su juramento de fidelidad al emperador y admitieron las brutales imposiciones del general Douglas MacArthur. Condiciones que evitaron sentar en el banquillo de los acusados -durante los Juicios de Tokio- a Hirohito, aunque se le obligó a desprenderse de su condición de “dios viviente”, poniendo fin a una línea sucesoria integrada por 124 emperadores-dioses, descendientes directos de la diosa Amaterasu.
La elite militar japonesa, durante la Guerra Fría, a pesar de tener períodos de inacción, se dedicó a la tarea de acumulación de armamentos y desarrollar una poderosa industria armamentista. No se preocupaba en demasía por el juego geopolítico. Le dejaba la custodia de su seguridad externa a Estados Unidos, en virtud de los tratados de defensa mutua por todos conocidos -Organización del Tratado del Atlántico Norte, Organización Mundial de Comercio, Organización del Tratado del Sudeste Asiático, entre otros-.
Los tiempos cambian. Los socios le exigen a Japón nuevos compromisos. El presidente Ronald Reagan, atento a su extraordinario desarrollo económico e industrial, le exigió mayores contribuciones económicas para el sostén de la flota del Pacífico. Los aportes en armamentos y en comunicaciones de Tokio fueron de tal magnitud que las protestas se escucharon con fuerza en el seno del Consejo de Seguridad; Corea del Norte, tras montar una parada militar de una magnitud desconocida, envió alrededor de 50.000 soldados para reforzar su frontera sur, en el siempre caliente Paralelo 38 Norte.
La presión estadounidense sobre los japoneses para que aumentaran su participación militar se incrementó durante la administración Carter. Es importante recordar el discurso titulado “U.S. Japaneses Relations in the 1980s”, pronunciado el 21 de noviembre de 1980 por el secretario auxiliar para la Defensa, Richard C. Holbrooke.
En esa ocasión dijo que: “Con un presupuesto de defensa que ha crecido 7% por año durante la década pasada y que ahora excede 10.000 millones de dólares (…) ese país (Japón) ocupa hoy el séptimo u octavo lugar en cuanto a presupuesto de defensa del mundo.
Pero la carga per capita de los japoneses es de US$82 (ochenta y dos dólares), la séptima parte de lo que pagan los estadounidenses, o sea US$550 (quinientos cincuenta dólares). Más de la mitad de los causantes estadounidenses quiere que Japón aumente su participación en los gastos de defensa. No hay duda de que la orientación del ‘debate sobre la defensa’ en Japón ha cambiado mucho en los últimos tres años, especialmente desde hace doce meses (…) Creo que al paso del tiempo los gastos militares, agregados a otras contribuciones para la seguridad común, tales como la asistencia económica, dejará de preocupar a la mayoría de los estadounidenses en cuanto a proporcionar ‘ayuda desinteresada”.
La cooperación defensiva entre Estados Unidos y Japón, a poco de andar, incluyó terceros países. Es que era necesario ajustar la percepción “del enemigo”, razón por la cual hubo necesidad de discutir otras contribuciones económicas especiales destinadas a financiar las tareas de inteligencia que responden a un comando unificado. Tarea que, muchas veces, colisiona con los intereses estratégicos de cada una de las naciones integradas, custodiados por su propia comunidad de espías.
Los teóricos de la guerra discutían, por ese tiempo, sobre la pertinencia de esas “políticas de defensa”. A la hora de las conclusiones aseguraron que no incrementaban el peligro de una conflagración nuclear a pesar del proceso continuo -como ya se ha dicho- de militarización que vive Japón y su sociedad. Para evitar los riesgos de una guerra mundial dejaría de considerarse necesaria para mantener la paz, ni siquiera se podrán eliminar los riesgos de una guerra nuclear internacional.
Entonces ¿cuál sería el camino a seguir? La alternativa, a pesar de lo utópica que parece, sería propiciar la desmilitarización, cerrando un camino que aparece revolucionario: poner freno a la fabricación de armamentos y clausurar sus fábricas.
El peligro de una potencial guerra mundial -posiblemente de carácter nuclear- o el tangible choque entre Estados Unidos y China hace que el pueblo japonés legitime repotenciar y renovar el armamentos de las Fuerzas Armadas de Autodefensa.
Ocho de cada diez -afirmaba el representante japonés por ante la Trilateral Commission- consideran legítima la existencia de estas fuerzas, que deberían tener un carácter defensivo-ofensivo, aunque ello se dé de bruces con el artículo noveno de la Constitución de Japón, que reza: “Aspirando sinceramente a una paz internacional basada en la justicia y el orden, el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales. (2) Con el objeto de llevar a cabo el deseo expresado en el párrafo precedente, no se mantendrán en lo sucesivo fuerzas de tierra, mar o aire como tampoco otro potencial bélico. El derecho de beligerancia del Estado no será reconocido.”.
Leé la primera columna El espíritu samurái y las ansias imperiales (1/3)