La política internacional, con su permanente turbulencia, exige de los expertos, más allá de los apasionamientos, un cuidadoso estudio. No sólo por sus consecuencias geopolíticas y económicas que van definiendo el mapa de futuros enfrentamientos sino su implicancia en el debate de las ideas.
Los cambios en el sistema político internacional no se han traducido en reformas estructurales para la paz y la justicia. Tampoco se resolvieron las diferencias existentes ni las asimetrías entre las naciones. Quizá porque ceden sus decisiones a grandes grupos económicos o en favor de la industria bélica, que fomenta la carrera armamentista.
Carrera que implicó que Asia -en 2012- haya invertido en armas más que Europa. Datos de enorme valía para determinar dónde se centraría, en el futuro mediato, el poder global. Más allá de los discursos, desde China a Japón, pasando por India y Paquistán, y siguiendo por ambas Corea hasta llegar a Vietnam y Malasia, hay pocos gobiernos reacios a participar en una carrera armamentística preocupante por su efecto contagio.
El Instituto de Investigación sobre la Paz de Estocolmo (Sipri, por sus siglas en inglés) informa que la inversión en armamentos en el sudeste asiático se triplicó de 1988 a 2012 hasta alcanzar 302 mil millones de dólares. Ninguna otra región del mundo ha registrado un crecimiento parecido. El sudeste asiático alcanzará 470 mil millones de dólares en 2020, lo que supondrá 28% del gasto global y cuatro puntos por encima de 2013, según la revista IHS Jane’s, especializada en negocios globales y armamentos.
Japón no es una excepción. Su política de militarización -que se profundiza al autorizar a sus fuerzas armadas intervenir en cualquier lugar de la tierra en defensa de sus ciudadanos e intereses-, escudada en la ambivalencia de la política internacional, se puso en marcha el 21 de enero de 1978. Ese día, su primer ministro, Tadeo Fukuda, en su discurso anual ante la Dieta (Parlamento), sugirió por primera vez la necesidad urgente de reconstruir su poderío militar y, de paso, dio a entender la necesidad de poseer armas nucleares para su mejor defensa.
El debate posterior fue intenso, vibrante. Sorprendió a la oposición con la guardia baja. No esperaban el resurgimiento del espíritu samurái. Habían caído en una trampa. Si se negaban, la sociedad nipona los condenaría. Lo novedoso fue la opinión unificada del gobierno en el sentido de que la posesión de armas nucleares era una cuestión que estaba fuera de los límites constitucionales; exigieron que se reconociera la absoluta discrecionalidad del Poder Ejecutivo.
La Cámara de Comercio e Industria reclamó que se reexaminaran las prohibiciones de exportar armas. El 7 de abril, el presidente del Comité Japonés para el Desarrollo Económico, en una convención a la que asistieron más de 7.000 personas, sostuvo que la capacidad militar japonesa debía ser reconstruida y modernizada de inmediato con el fin de convertir a Japón en una potencia de primer orden. Reclamo que fue celebrado por la opinión pública que, desde siempre, exigía mejorar la “calidad de las defensas existentes en Japón: especialmente las fuerzas aérea y naval, los sistemas de alarma de respuesta inmediata y los tres servicios de la Fuerza de Autodefensa (SDF)”.
Frente a ese cuadro de situación, una pregunta surgió en historiadores y sociólogos: ¿cuál será la consecuencia política de la orientación militar de la elite japonesa, teniendo en cuenta sus antecedentes históricos?
La mejor respuesta la encontramos en Ikutaro Shimizu, uno de los intelectuales críticos más notables del Japón contemporáneo, en el escrito The Nuclear Option: Japan, Be a State, en el cual afirmó que “si las armas nucleares son tan importantes, y si Japón ha sido la primera víctima de ellas, Japón tiene el derecho, antes que nadie, de fabricar y mantener armas nucleares. ¿No es de elemental sentido común esto? ¿Qué ha oído de los tres principios antinucleares de Japón de no fabricar, de no mantener y de no permitir la entrada al país de armas nucleares? Quien los conoce, seguramente los debe considerar una aceptación de debilidad por parte de Japón. La ratificación por Japón del Tratado de No-Proliferación Nuclear sirve tan sólo para enfatizar la debilidad del país y de ninguna manera contribuye a la paz mundial”.
¿El nacionalismo económico está estrechamente ligado con el incremento de la militarización japonesa?
Los observadores internacionales aseveran que refleja el sentimiento de orgullo de los japoneses por el incremento de sus transacciones internacionales, debido a la “elasticidad de su sistema económico”. Japón superó todas las crisis, hasta la del petróleo de 1973-74, que paralizó su poderoso complejo industrial, ya que depende casi totalmente del petróleo importado y no podía sobrevivir sin las fuentes extranjeras de alimentos, energía y materias primas.
Finalmente, es preciso anotar que muchas veces el orgullo y el temor son sentimientos contradictorios de la naturaleza humana; reflejan su vulnerabilidad. Para que lo vulnerable no se convirtiera en una grave contradicción, la elite gobernante japonesa debía encontrar el equilibrio emocional de su nación. La respuesta fue la militarización, que vino a ser el factor de equilibrio entre el orgullo y el temor.