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Comercio y Justicia 85 años

El día en que Argentina logró la superconectividad…

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El 14 de febrero de 1987 fue un día agonal en la historia de la ciencia en Argentina. Todo comenzó bien entrada la madrugada. En el Centro Atómico Bariloche (CAB), un grupo de científicos confirmó que había logrado, tras un largo proceso de experimentación, la superconectividad. Un fenómeno propio de la mecánica cuántica. 

Arturo López Dávalos, el director del CAB, fue la primera víctima de ese desborde emocional. Fue levantado de la cama para ser notificado de tamaña hazaña. El resto de la noche está rodeado por un halo de leyenda que no estoy en condiciones de develar…

El hecho permitía que Argentina confirmara sus valimientos y su pertenencia, por si alguien dudaba, al exclusivo Club Atómico, en el mismo momento que científicos de Estados Unidos y Japón alcanzaban igual proeza.

El logro de los científicos de Bariloche era en aquellos tiempos- una evidencia, un índice más de que Argentina no está, en algunos campos, demasiado lejos del resto del mundo. Por eso es coral el reclamo permanente de invertir en investigación y desarrollo (I+D).

Cuándo hay estímulo y políticas adecuadas, la respuesta de nuestros científicos siempre ha sido extraordinaria. Así lo reflejaba en sus papers y conferencias Francisco de la Cruz, un español con estudios realizados en Córdoba de la Nueva Andalucía y a la sazón jefe del Laboratorio de Bajas Temperaturas, en el que se reprodujo el fenómeno de la superconetividad.

Es decir, lograr la transferencia de energía a muy bajo costo, sin pérdida de potencia. Casi un albur para generaciones de científicos de todo el mundo. Sucedió en medio del bullicio de la democracia recuperada, en un clima de tranquilidad y coherencia política, para alcanzar valiosos objetivos y hacer posible que empresas privadas inviertan miles de millones de dólares para buscar aplicaciones a ese nuevo avance científico, que permite, aquí y ahora, formidables ahorros de energía.

La Argentina de 1987 permitió comprender por qué tan grande avance a poco de andar se transformó casi en una anécdota. Se estima que el gasto del sector en Ciencia y Tecnología alcanzaba a apenas unos 100 millones de dólares anuales cuando, por ejemplo, Estados Unidos recibía aportes 500 o 600 veces mayores. 

Había que recuperar no sólo confianza en nuestra seriedad como nación sino instrumentar políticas de seducción para que nuestros científicos -temerosos de la brutalidad de la última dictadura militar- regresaran confiando en la solidez de nuestras instituciones democráticas.

Por otra parte, había que garantizar en que no habrá discontinuidades en las inversiones en I+D -que no son comprendidas por todo el espectro político- pese a nuestras erráticas políticas económicas, porque una vez metida en tan caudaloso rio, la información científica, a veces, parece detenerse súbitamente toda vez que los ensayos prometen aplicaciones concretas.

López Dávalos, en un antiguo reportaje, pone blanco sobre negro: “Los secretos comienzan cuando se buscan aplicaciones tecnológicas. Lo que ocurre allí es que entran en juego las patentes.”

Según la visión de López Dávalos, la brecha tecnológica está precisamente en que no es continua la cadena que va de la investigación básica a la industrialización en el país. “El esquema que está formado por investigación pura-investigación aplicada-desarrollos tecnológicos-industria viene quebrado en Argentina. La industria está totalmente divorciada de la ciencia”, subraya.

En rigor, el Centro Atómico de Bariloche, ubicado en un campus de 30 hectáreas sobre el lago Nahuel Huapi, que alberga los laboratorios de la Comisión Nacional de Energía Atómica, es la excepción que confirma la regla. Además de los laboratorios de investigación, en las instalaciones de Bariloche funciona un centro de docencia de posgrado, el Instituto Balseiro, en el que se forman licenciados y doctores en física e ingeniería nuclear. A partir del trabajo de los investigadores de la región, también ha sido posible la creación de dos empresas de avanzada: Invap (investigación aplicada) y Altec (alta tecnología).

Al igual que el CAP, el Instituto Balseiro también depende de la Comisión de Energía Atómica, pero por medio de un convenio con la Universidad Nacional de Cuyo otorga títulos con validez universitaria.

Con los fondos asignados en conjunto al Instituto Balseiro y el Centro Atómico, en Bariloche se mantienen laboratorios que trabajan en colisiones atómicas, metales, materiales nucleares, dispositivos, metalurgia, además de termohidráulica, protección radiológica, cerámicos y resonancia magnética. Sin embargo, el grupo de investigadores del CAB constituye apenas un solo instituto frente -en ese tiempo- a casi 600 semejantes en el resto del mundo, con un promedio del triple de publicaciones de trabajos científicos por año.

Estas cifras ponen en perspectiva el desarrollo relativo de esta área del desarrollo científico en Argentina: “El aporte del CAB a la ciencia mundial es mínimo”, decía, en aquel tiempo, De la Cruz. Carlos Fainstein, del laboratorio de Resonancias Magnéticas, una sofisticada técnica para estudiar distintos materiales, aporta su testimonio: “Otro de los mitos que hay en este país, es que si hay resonancia magnética, entonces debe saber todo al respecto. Y nosotros somos un solo laboratorio. Cuando yo estuve en Inglaterra, trabajaba en un edificio de cuatro pisos, dos de los cuales estaban llenos de laboratorios como éste uno al lado del otro, cientos de personas trabajando en distintas aplicaciones de resonancias magnéticas, espectrografía óptica, etcétera, todo sobre distintos materiales. Aquí, por un milagro de la naturaleza, estamos trabajando con un equipo de 26 años de antigüedad. Todos los abriles hacemos un cumpleaños.”

A pesar de estas limitaciones, no es casualidad que el Centro Atómico de Bariloche sea la mimada de la comunidad científica. Ocurre que la energía nuclear tiene un alto factor multiplicador de tecnología: para poder aprovecharla se precisa también de una gran capacidad electrónica, química, mecánica e informática. Tal vez la tecnología espacial es la única que se compara, en este aspecto, a la energía nuclear. 

“Yo suelo decir que Argentina está condenada a vivir con la actividad nuclear, le guste o no le guste”, decía Conrado Varotto, antiguo gerente General de Invap, la empresa surgida a la sombra de la investigación nuclear, que ha llegado a exportar su producción en las áreas nuclear, espacial, defensa, seguridad y ambiente, sistemas médicos.

Creada en 1976 a raíz de un acuerdo un convenio entre el gobierno de la provincia de Río Negro y la Comisión Nacional de Energía Atómica de Argentina, Invap acumula logros resonantes como la construcción de reactores nucleares, el enriquecimiento de uranio y la producción de materias primas para componentes de los reactores como el circonio.

“Nosotros somos el mismo grupo de gente que generó el programa de investigación aplicada del Centro Atómico”, dice Varotto. “Luego generamos una empresa de producción de tecnología y ahora estamos organizando una empresa de lo que llamamos cuarto escalón, la producción de bienes tecnológico industriales”.

Según López Dávalos, del CAB, “en vez de decir lo que hacía falta hacer con respecto al progreso tecnológico, Varotto se puso a hacerlo. El resultado fue Invap”.

Los investigadores de Bariloche no eran los únicos en el país que estaban preocupados en cerrar la brecha existente entre los desarrollos teóricos y las aplicaciones industriales. Cuestión que exige determinar si es suficiente la asignación de 0,5 % del presupuesto nacional para I+D. 

El presidente Raúl Alfonsín, con mucho pudor y discreción, saludó a los científicos por su logro, y les garantizó la continuidad de las inversiones en I+D.

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