El descubrimiento del continente americano por los europeos abrió las puertas a una de las guerras comerciales y tecnológicas más brutales de la historia.
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Las potencias colonialistas armaron ejércitos para consolidar nuevas posesiones territoriales y fortalecieron sus armadas para disputar la hegemonía en los mares y océanos, para garantizar la navegación segura de sus compañías navieras encargadas de sostener el intercambio de mercancías entre la metrópolis y las colonias.
Los españoles y los portugueses fueron los primeros. Frente a los desafíos que les ofrecían los descubrimientos geográficos, decidieron que fuese el propio Estado el que asumiera el riesgo de la conquista como consecuencia de su propia experiencia política y militar tras su larga lucha por la reconquista del territorio ibérico que, desde hacía ocho siglos, sostenía el proto-Estado español.
Por esa razón, las Compañías de Indias fueron emprendimientos gubernamentales aunque sus verdaderos armadores y patrones de los barcos habría que buscarlos entre los comerciantes y banqueros de Brujas y Amberes. Éstos, tras enriquecerse con el despojo de África, América Latina y Asia, buscaron incrementar sus dividendos y armaron a corsarios y piratas, que golpearon con rudeza las rutas atlánticas que rodeaban África y, tras apropiarse de las cálidas aguas del Mar de las Antillas “que también Caribe llaman”, saqueaban los puertos y llenaban de miedo y zozobra a quienes intentaban cruzar el océano, desde y hacia las Indias Occidentales.
Portugal fue el primero en acordar un nuevo trato con el poder financiero. Sus navíos obtuvieron así cierta inmunidad y sirvieron de soporte a la creación de la Compañía Británica de las Indias, aunque Lisboa y Londres se enfrentaran en guerras imperialistas. Ese marco político abrió una gran avenida de negocios en la que la Corte de Braganza mostró, largamente, gran destreza: el tráfico de esclavos.
Sería Portugal, en consecuencia, el mayor de los traficantes que, rápidamente, encontró un mercado propicio y cautivo en las colonias españolas que habían sobreexplotado a los pueblos originarios, tal como denunció el encomendero -más tarde fraile dominico- Bartolomé de las Casas en sus trabajos complementarios titulados Brevísima relación de la destrucción del África -desconocido para los lectores occidentales- y la siempre citada pero poco leída Brevísima relación de la destrucción de las Indias.
Las primeras grandes rebeliones en el imperio colonial portugués fueron para resistir la caza de hombres y mujeres que eran reunidos en mercados concentradores en el norte del África, donde eran vendidos a granel; salvo que se tratara de “piezas especiales” por su belleza o fortaleza, con lo que gozaban de un trato preferencial para evitar que se devaluaran y eran presentados a la subasta “bañados y lustrados”. Así eran elegidos especialmente por clérigos y frailes como objetos de sus “deseos y sus pecados”, según antiguos cronistas. Comentaristas que revelaron un brutal enfrentamiento entre el superior de los frailes franciscanos de La Habana y el prior de la Orden de los Predicadores, por “los favores de un dios de ébano, un mauritanio de enormes y subyugantes ojos claros”, según la calenturienta pluma del cronista.
La resistencia primera contra la caza de esclavos fue protagonizada por las mujeres. Es memoria, entre los traficantes de esclavos, las encerronas que sufrían las caravanas en sus intentos de rescatar a sus hijos, padres, maridos y demás parientes. Lo que ahora aparece como cuentos de tertulias y fogones es parte de una realidad que lacera por su persistencia en pleno siglo XXI.
Cuando frente a la actitud combativa de las mujeres africanas comenzaron a crujir las estructuras del imperio colonial portugués, António de Oliveira Salazar tomó el toro por las astas. Decidió que muchas de ellas fuesen enviadas a la metrópoli para su “adiestramiento y educación”. A su vuelta, pese a las valoraciones en contrario del dictador, muchas de esas mujeres decidieron sacudir su doble yugo: el colonial y su sumisión tribal. Los estudiantes secundarios, reclamando por sus derechos en la década de 1950, fueron su más poderoso aliado. Marcharon con ellos y junto a ellos. Ganaron las calles a lo largo y ancho del África portuguesa. Uno de ellos se transformaría en faro, en guía de la enorme y desigual batalla contra la división del África.
Ese estudiante, ese luchador, ese líder que no vería la revolución concluida, se llamaba Amílcar Cabral y describiría con precisión a esa África doliente: “Reprimida, perseguida, humillada, traicionada por ciertas clases sociales comprometidas con el extranjero, refugiada en los poblados, en los bosques y en el espíritu de las víctimas de la dominación, la cultura de los pueblos colonizados sobrevive a todas las tempestades, para recobrar después, gracias a las luchas de liberación, todo su poder de florecimiento”.
“He ahí la razón de que a las masas populares no se les plantee, ni pueda planteárseles, el problema del retorno a las fuentes o del ‘renacimiento cultural’; porque las masas son las promotoras de la cultura, ellas mismas son las fuentes y, al mismo tiempo, la única entidad verdaderamente capacitada para preservar y crear la cultura, es decir, para hacer historia”, afimó.