La historia de los derechos de autor es tan interesante como variada. Tal vez, por la triple confluencia en la materia de la cultura, la libertad de expresión y el poder.
El primer libro que obtuvo privilegio de impresión, primera regulación en la materia, fue el Rerum venetarum ad urbe condita, de Marco Antonio Cocio Sabelico, en la República de Venecia en el año 1486. Trataba sobre la historia de esa ciudad.
En la Francia prerrevolucionaria, los autores y editores necesitaban obtener un privilegio real antes de que un libro pudiera ser publicado. Esos privilegios reales eran exclusivos, concedidos inicialmente por seis años, con posibilidad de renovación. Luego, vendría el derecho exclusivo de obtener la renovación de forma indefinida.
El Estatuto de la Reina Ana, de 1710, en Gran Bretaña, fue el primer reglamento legal respecto de los derechos de autor, inicialmente sólo amparando la copia de libros. Se incorporaron luego las traducciones y obras derivadas, hasta abarcar en la actualidad una amplia gama que incluye a la fotografía, música, películas y programas informáticos.
En 1761 el Consejo Real francés concedió un privilegio real a los herederos de un autor en lugar de al impresor del autor, extendiendo la propiedad literaria más allá de su creador.
La confrontación de los impresores con la autoridad real por impresiones sin autorización fue radical y rebelde, con 800 autores, impresores y libreros encarcelados en la Bastilla antes de que se tomara por asalto en 1789. Tal vez, el primer atisbo de lo que luego se conocería como “Revolución Francesa” sería por los derechos de autor y de impresión.
En Francia, en 1777, Pierre-Augustin de Beaumarchais, creador, entre otras, de la comedia El barbero de Sevilla, estableció la primera organización para promover el reconocimiento de los derechos de los autores. Sin embargo, hubo que esperar al final de la Revolución Francesa para que la Asamblea Nacional aprobara la primera Loi du droit d’auteur en 1791.
Respecto a la litigación, los primeros casos que se recogen en leyes sobre el derecho de copia provienen de la antigua Irlanda. La obra del litigio era un manuscrito famoso: nada menos que El Cathach de San Columba, un salterio de finales del siglo VI. Como se hizo, conforme la tradición, de un salterio prestado por San Finnian, surgió una controversia sobre la propiedad de la copia, dictando el rey Diarmait Mac Cerbaill la siguiente sentencia: “A cada vaca le pertenece su cría; por lo tanto, a cada libro le pertenece su copia”. Con un poco más de técnica, el principio permanece en nuestros días.
En la isla contigua, Inglaterra, el poema Seasons, de James Thomson, generó el caso “Millar v. Taylor” de 1769 y, un lustro más tarde, “Donaldson V. Beckett”, en el cual la Cámara de los Lores en febrero de 1774 se pronunció por primera vez sobre el límite temporal del derecho y la posibilidad que las obras pasaran al dominio público tras dicho término.
En 1834, la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos en el caso “Wheaton v. Peters”, siguió igual rumbo.
Por estas tierras nuestras, la cuestión fue regulada en el artículo 17 de la Constitución Nacional de 1853: “Todo autor o inventor es propietario exclusivo de su obra, invento o descubrimiento, por el término que le acuerde la ley”. No por nada, Alberdi era también un pródigo escritor, desde piezas musicales a escritos de todo tipo.
Empero, la materia no tuvo una regulación legal sino hasta la sanción de la ley Nº 7092 de 1910, nacida de un incidente experimentado por un visitante arribado a Buenos Aires para los festejos del Centenario: nada menos que George Clemençeau, quien descubrió que una compañía francesa representaba una obra a partir de la adaptación de escritos suyos. Siendo corresponsal del diario L’Illustration de París para cubrir el evento, no dudó en escribir que en esa “Argentina que progresaba de noche mientras el gobierno dormía”, no había una legislación que resguardara los derechos de autor. Transcurrido sólo un mes, la norma existía. Tres años después, el 17 de octubre de 1913, se sancionó la ley Nº 9141, que estableció el premio permanente para el fomento de la producción científica y literaria. El 26 de septiembre de 1933 fue sancionada la ley Nº 11723 que, con numerosas modificaciones, pervive hasta nuestros días.
Ana María Montoya Durana en su trabajo Derecho de propiedad intelectual: una discusión comparativa entre las legislaciones de la unión europea y del pacto andino, resume en cuatro los argumentos principales justificantes de un sistema de derechos de autor: El principio de la justicia natural, de donde como creador, el autor tiene el poder de qué hacer con su obra. El argumento económico, el cual alega que la creación de algunas obras implica una importante inversión que debe recibir una utilidad razonable, siendo las regalías “el salario por el trabajo intelectual”. El argumento cultural, que considera a las obras como un valioso activo nacional de interés público para el desarrollo de la cultura nacional. Finalmente, el argumento social afirma que la publicidad de las obras contribuye al avance cultural o técnico dependiendo el caso, de la sociedad.
Tan fecundo en su desarrollo como la misma creatividad humana, los derechos de autor han tenido una larga y constante evolución que se halla lejos de finalizar. Pues de forma continua la producción y creación literaria, artística, científica y técnica “introduce relevantes factores de derecho público en la comprensión del nexo jurídico entre el autor y la obra producida como fruto de su actividad creadora”, que de continuo “obligan a superar tradicionales enfoques de dicho nexo”, como ya dijo la Sala Contencioso-Administrativa del Tribunal Supremo de España, en sentencia del 5 de junio de 1987.