Contra todos, logró llevar racionalidad a los procesos de la Inquisición y detener miles de falsas acusaciones
Por Luis R. Carranza Torres
Frecuentemente hablamos de los olvidos en la historia, tanto en la jurídica como en la general. Agreguemos, en ambas, el nombre de Alonso de Salazar y Frías.
Nació en Burgos en 1564, en el seno de una próspera familia de comerciantes y altos funcionarios del reino. Cursó estudios sobre Derecho Canónico en las universidades de Salamanca y Sigüenza, antes de recibir el orden sacerdotal. Luego cumplió funciones en las diócesis de Jaén y Toledo de la mano de Bernardo de Sandoval y Rojas, obispo de ambas y hermano de Francisco Gómez de Sandoval, más conocido como el duque de Lerma, quien era el más influyente “valido” del rey Felipe III. Es decir, la mayor posición de confianza real en el reino.
Es así que de la mano de su hermano duque, el cardenal y arzobispo Bernardo de Sandoval y Rojas es nombrado consejero de Estado del reino y, desde 1608, inquisidor General, de España. Es decir, la máxima autoridad oficial de la Inquisición española.
Ello determinó que su protegido Alonso de Salazar y Frías, al decir de Gustav Henningsen, quien escribió varios trabajos sobre su figura, “uno de los clérigos más brillantes de la Corte”, fuera nombrado a partir del 20 de junio de 1609 en el puesto de tercer inquisidor del tribunal del Santo Oficio en Logroño, cuya competencia jurisdiccional abarcaba el reino de Navarra, el señorío de Vizcaya, las provincias de Guipúzcoa y Álava, los territorios de la diócesis de Calahorra y Santo Domingo de la Calzada y una parte importante del arzobispado de Burgos.
A su llegada al tribunal, los otros dos miembros del triunvirato inquisitorial, Alonso Becerra y Juan del Valle Alvarado, habían abierto desde enero de ese año un proceso contra la brujería que no había parado de escalar en número de implicados, hechos y cargos imputados.
Todo había iniciado en Zugarramurdi y Urdax, dos aldeas de campesinos y pastores, a partir del testimonio de una muchacha, María de Ximildegui, originaria de Ciboure, que tras asentarse en Zugarramurdi, declaró en diciembre de 1608 haber pertenecido a una congregación de brujas en Francia, y en dicho carácter había participado en varios aquelarres celebrados en la villa. Otras vecinas, señaladas por la joven, confesaron asimismo públicamente su delito. Hubo varios intentos de justicia por mano propia de los vecinos contra las sospechosas de brujería antes de que el abad premostratense de Urdax, bajo cuya jurisdicción estaban las dos poblaciones, anotició de tales hechos a la Inquisición.
A partir de allí, la cosa no había parado de crecer, desde las cuatro primeras detenciones y luego otras seis. La instrucción de la causa corrió por cuenta de Valle Alvarado, quien recopiló miles de informes que, según ellos, confirmaban la estrecha relación con la brujería de otros tantos seres humanos en distintos puntos de la geografía navarra y vasca.
Una parte de los reos murió en las cárceles de la Inquisición, como consecuencia de dos epidemias que brotaron en el mes de agosto de 1609 y 1610. Pero la maquinaria del tribunal no se detuvo y en el otoño de 1610 había decidido la causa. La ejecución de lo sentenciado se llevó a cabo por Auto de Fe en la mañana del domingo del 7 de noviembre de ese año en la ciudad de Logroño, llena a rebosar de visitantes, atraídos por el suceso.
Allí, en formal ceremonia, 21 acusados por diversos delitos menores fueron azotados; otros 21 acusados, 14 de ellos en persona y siete en efigie, por haber ya muerto en las cárceles, fueron “reconciliados”, es decir, perdonados. Y por último, un tercer grupo de 11 de condenados por brujos, seis en persona y cinco en efigie, vestidos con sambenitos decorados con llamas y demonios, al caer la tarde fueron quemados.
La cosa no se detuvo allí. Para la primavera de 1611, 1.590 personas de 21 localidades del Baztán, Cinco Villas o los valles de Santesteban y Bertizarana, 26% de la población de estos lugares, estaban sospechadas o habían realizado confesiones de brujería.
Sólo una persona no se había subido en el espiral de denuncias y era Alonso de Salazar y Frías, quien -desde su ingreso al tribunal- aun antes del Auto de Fe, había tenido serias diferencias con sus colegas sobre la validez y certidumbre de sus decisiones. Ahora, frente a la posibilidad de nuevos procesos en masa, acudió al inquisidor General para tratar de poner racionalidad en el tema, encabezando un grupo de escépticos, entre los que se contaba el obispo de Pamplona, y que reclaman una investigación más exhaustiva y racional del asunto.
Se le concedió, a resulta de sus gestiones, el poder llevar a cabo una “visita” a los lugares mencionados, a fin de recabar de primera mano sobre la veracidad o no de los sucesos. Ésta se iniciaría en mayo de 1611 y se prolongaría durante ocho meses. En resumidas cuentas, conforme lo recogido en tal visita, todo se trataba de embustes o casos de histeria. A resultas de sus conclusiones, estalló lo que pasaría a la historia como la “batalla de las brujas” entre Salazar y los otros inquisidores. Pero eso es ya otra parte del asunto.