La falsa creencia de que lo individual puede gobernar lo social y colectivo y la lamentable desinformación acerca de la obligatoriedad pública
Por Armando S. Andruet (h)
Inicio este aporte con un relato de la Francia del siglo XIX, cuando las personas morían de a cientos en medio de atroces sufrimientos, luego de haber sido mordidas por perros rabiosos.
Ello había promovido que los propios vecinos matasen a quienes mostraban signos de la enfermedad, para evitar el contagio. El ilustre Luis Pasteur, quien había hecho algunos estudios con animales buscando una cura, recién el 6 de julio de 1885 inoculó con el mismo virus de la rabia preparado en dosis menores al joven José Meister. En esa fecha es cuando la rabia comenzó a ser derrotada por intermedio de la vacuna antirrábica.
Antes de Pasteur, Edward Jenner, un médico rural dedicado a la investigación experimental, en 1796 hizo un avance monumental para toda la humanidad. Inyectó cowpox a James Phipp, de ocho años, quien seis semanas después de la dosis del pus variólico recibida y expuesto al contagio no tuvo manifestación alguna de la viruela. En la memoria científica de 1798, Jenner se referiría a la ‘variolae vaccinae’, de donde proviene el término “vacuna”, que hoy tiene el sentido genérico que se le atribuye a toda inoculación dosificada del virus o bacteria que se quiere combatir, que se hace en una persona.
Podemos ahora evitar señalar que las grandes enfermedades infectocontagiosas que han asolado la humanidad han sido en gran parte derrotadas por los procesos de vacunación, que masivamente han puesto países primero y la comunidad internacional después. Basta recordar que en Argentina la hepatitis “A” en el año 2005 registraba más de 40.000 casos. Luego de la inclusión de la enfermedad en el listado vacunatorio bajó a 300 casos. También la disminución de la neumonía por la vacuna introducida en 2012, como la desaparición de la rubéola desde 2009, y en 2000 el último caso endémico de sarampión.
Es más, se advierte que la tendencia en países donde se ha desarrollado una suerte de corriente ideológica folklórica, primaria, autosuficiente y pseudocientífica vinculada con la negación de la obligatoriedad de la vacunación, en función de supuestos peligros que ella entraña, lo único que ha demostrado es la aparición de enfermedades que habían sido erradicadas décadas antes. Quizás el caso más notorio sea EEUU, donde en el año 2015 reapareció con 147 casos el sarampión, que se pensaba erradicado.
Los corsi et ricorsi que la historia y las personas tienen son notables. En nuestro país, tal como semanas anteriores los medios de comunicación hicieron público, fue la diputada nacional Paula Urroz, adherente a “Unión Pro” y de profesión socióloga, quien impulsó un extravagante proyecto de ley -que no pasó del estadio de mero proyecto-. Su núcleo radicaba no en que la vacunación dejase de existir sino que en el acto propio de la inoculación al niño sus padres fueran suficientemente informados de las contraindicaciones que dicha vacunación podía traer y, en consecuencia, poder negarla.
Dejo para otra ocasión la discusión manipulativa que psicológicamente un profesional de guardapolvo blanco puede hacer sobre la psicología vulnerable de unos padres preocupados al extremo por el bienestar de sus hijos y -creo- era uno de los elementos falaces que el proyecto de ley contenía, inspirando también una suerte de atemorizamiento por riesgo de mala práctica en los médicos que incumplieran con la debida información.
Felizmente, todo el arco político, comenzando por el propio partido a quien representa la legisladora, como el resto de partidos con representatividad legislativa y la comunidad científica en general, mostraron su máximo desacuerdo con el proyecto de ley, al que generosamente trataron de descabellado. Sólo acompañó la posición de Urroz quien ella misma había señalado que fue su asesor en la cuestión: el “médico” Eduardo Yahbes, a la sazón galeno de formación y homeópata de realización.
Hasta aquí los hechos conocidos y sobre los cuales no hace falta abundar. No existe estadística confiable que demuestre que la vacunación de las personas las exponga a ningún tipo de enfermedad posterior, ni mucho menos grave. El artículo que publicó la Revista Médica “The Lancet” en el año 1988, que relacionaba la vacuna triple viral con el autismo, fue luego retractado por el mismo autor a requerimiento del Colegio Médico Británico. Por el contrario, sí existen registros confiables de que en países donde los índices de vacunación han disminuido como resultado de políticas activas de grupos antivacuna, han reaparecido enfermedades erradicadas años atrás. Los parámetros confiables -entienden los especialistas en salud pública- para una población es que se encuentre vacunada por encima de 85/90% para así proteger al colectivo social. Ello se conoce como “inmunidad colectiva” o de “rebaño” (herd immunity). Por debajo de tales índices, la ventana para la infección se considera riesgosa.
Visualizando ahora la cuestión desde una perspectiva diferente, no se puede negar que los tiempos que nos toca vivir (cómodos y ricos en muchas cosas, más allá de la pobreza en el mundo y la exclusión de una gran masa de personas) se vuelven riesgosos por las propias prácticas de quienes los transitamos, tal como diría Niklas Luhmann.
El riesgo se genera por la acción/omisión de políticas individuales y grupales que, ideologizando acciones o ejecuciones cumplidas, aspiran a la formación de vidas “insulares” que pretenden relacionarse socialmente no bajo el paradigma de lo común sino de lo diferente. Y para lo cual el moderno concepto kantiano de la autonomía de la voluntad será recategorizado bajo las inagotables variables que proyectos de vida de las personas pueden poseer.
En función de ello es que los ciudadanos de cualquier Estado de derecho constitucional pueden tener las ideas morales que les parezcan adecuadas, podrán hacer con su vida sexual lo que les resulte conforme a su proyecto vital y hasta hacer con su misma salud realizaciones que la pongan en riesgo hasta de muerte. Sobre todas estas cuestiones no abrimos juicio adverso en lo general y así le prestamos acuerdo.
Sin embargo, los límites de la autonomía personal de las personas en este caso son los padres de menores quienes, bajo una apariencia del cumplimiento del consentimiento informado, siendo advertidos de la existencia de riesgos posibles -siempre de baja intensidad y de prevalencia mínima- para la salud de sus hijos, niegan a dichos menores la vacunación.
Deviene en una doble distorsión. La primera, y más grave, en la falsa creencia de que lo individual puede gobernar lo social y público. La segunda, en una lamentable desinformación acerca de la función del consentimiento informado frente a realizaciones calificadas de obligatoriedad pública.
Vamos por cada una de ellas. He dicho en muchos ámbitos públicos y privados que la despenalización del consumo de estupefacientes para uso personal no es un buen antecedente respecto ni en lo individual ni lo comunitario de las personas. La realidad histórica demuestra que siendo la drogadicción una adicción, el consumo personal tiende a ser cada vez mayor en requerimiento de continuidad y en dosis de satisfacción y por lo tanto es inexorable que la conducta de la persona enferma por la adicción no tenga un comportamiento autorreferente sino otro con trascendencia en lo público y social.
Cuestión análoga ocurre con la vacunación que los padres niegan a sus hijos. No se trata de un comportamiento autorreferente ni de los padres ni del niño. Es aquí la salud -como en la mayoría de los casos- un bien público encarnado en un sujeto individual y, por lo tanto, no puede quedar al arbitrio de los progenitores disponer de ella.
Por otra parte, el instituto del consentimiento informado (que es piedra de toque para la comprensión de la relación de derechos y deberes en la práctica médica) no puede ser banalizado como el proyecto pretende. En primer lugar, porque expresamente se debe prescindir de dicha exigencia en los supuestos que se encuentre acreditada la salud pública en forma incuestionada.
Por otra parte, porque sabemos que es una realización consumada en la práctica vacunatoria -obligatoria en nuestro país desde el año 1983 por la ley 22909- el indicar acerca de una posible y ligera indisposición que acaso puede causar la dosis, que se reduce a algunas líneas de temperatura y eventuales dolores corporales o estomacales. La información, en todo caso, siempre ha sido brindada y la vacunación también siempre debe ser ejecutada.
Las pretensiones de modelos autonómicos para elegir qué salud se quiere tener son posibles bajo ciertos parámetros de razonabilidad, mas no pueden ser emplazados cuando lo que se pone en juego es la salud de toda la comunidad. Y menos cuando la instrumentalización de tan nefasta idea está pivoteada sobre una noble práctica como es la del consentimiento informado.