El 27 de febrero de 1989, los caraqueños decretaron el fin. Como aquí, colmados de Domingos Cavallos, bancos mundiales y carencias privatizadas, el precoz Caracazo supuso el estallido de una crisis orgánica de formidable extensión.
El Pacto de Punto Fijo, un acuerdo entre partidos mayoritarios para alternarse en el poder vigente desde 1958, se vio cuestionado -con conciencia o sin ella- hasta los cimientos. Las instituciones de mediación entre los grupos dominantes y la masividad social cayeron en desgracia, desde el policía al presidente. Pero respondieron. Tan atroz el desprecio que ni se molestaron en contar los muertos, que algunos cifran en 3.000.
Los 90 venezolanos serían ese período cuando, al decir de un pensador italiano, lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. El bloque puntofijista no podía ya recomponerse, agotado tanto su imaginario policlasista con muertos de hambre, como su renta petrolera hipotecada por la deuda externa. Sobre este vacío, Hugo Chávez lograría construir una identificación popular articuladora y comandar un proceso de transformación política y social inimaginable en el horizonte del “fin de las ideologías”.
El punto de partida fue la democratización del entramado político. El llamado a realizar una nueva constitución culminó en un proceso de cinco elecciones en dos años, coadyuvando a la politización de la vida social. La constitución, pionera en materia de derechos políticos, sociales y ambientales, incluyó la posibilidad de revocatoria de los mandatos, a la que -al decir del gran Eduardo Galeano- este extraño dictador sería sometido por primera vez en la historia de la humanidad. Además, sumó a los tres poderes tradicionales los de “ciudadano” y “electoral”, logrando uno de los sistemas electivos más transparentes y participativos del mundo, según certifica el Carter Center, fundado por el ex presidente de EEUU, James Carter, dedicado a medir el desempeño electoral de las naciones.
Mas la reacción no se haría esperar. El 11 de abril de 2002 Chávez fue secuestrado por un comando militar, mientras la televisión reproducía imágenes falsas de enfrentamientos entre manifestantes, como demuestran los montajes de Puente Llaguno.
Un video difundido por estas cadenas proclamaba presidente a Pedro Carmona, uno de los empresarios más poderosos del país. Las armas, el dinero y la televisión mostraban su temprana alianza. Derrotado el intento, la agresión no habría de detenerse. A la obscena tergiversación mediática, el sabotaje económico y la violencia de las “guarimbas” (actos criminales callejeros para sembrar desorden) se agregó la ingerencia directa de EEUU, tanto en empréstitos millonarios a la oposición como en sanciones diplomáticas. El último decreto de Barack Obama que declaró al país una “amenaza extraordinaria e inusual contra EEUU” es alarmante, pues fue dictado previamente a las invasiones de Irak, Afganistán y Libia.
En la afamada serie Legends un personaje bajo tortura (costumbre norteamericana que no ha caído en desuso) admite estar contrabandeando armas para “Maduro del PSUV”, y los videojuegos cuya trama consisten en la invasión militar de Caracas no dejan de multiplicarse. Con un Medio Oriente convulsionado y un ejemplo de independencia latina creciente y contagiosa, asegurar la reserva petrolera y deponer este gobierno no parece tema menor en la mesa del norte.
Sin embargo, la revolución no se ha detenido. En 2003 Chávez tomó el control de Petróleo de Venezuela SA (PDVSA) ante el sabotaje petrolero de 2003 que había generado cuantiosas pérdidas al país. Lanzó las “misiones sociales”, organizaciones de la sociedad civil consagradas a la salud, la educación, la vivienda, etcétera, que dieron poder al pueblo frente a la burocracia estatal y erradicaron el analfabetismo. Creó los Mercal, que otorgaron alimentos a bajo costo y alentaron el incremento de su producción. Fundó la Universidad Bolivariana, colocando a Venezuela en el segundo lugar en matrícula universitaria de Latinoamérica.
Proclamó el socialismo como única superación de las injusticias estructurales, a contramano de otros gobiernos progresistas de la región que insistieron en el decimonónico “desarrollo” que jamás ha desarrollado a país alguno. Impulsó organismos multilaterales como la Unión de Naciones del Sur (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que generaron una nueva era en las relaciones diplomáticas del continente, como se vislumbró en la última Cumbre de las Américas. Y, fundamental en el proceso, creó las “comunas socialistas” como planificación de la nueva sociedad cuya estructuración no debería pasar más por el Estado sino por el autogobierno asambleario de comunidades autosustentadas. El “Plan de la Patria”, programa de gobierno escrito por Chávez, proyecta la construcción de 400 comunas al año para organizar en ellas, hacia 2019, a los 30 millones de venezolanos. Un verdadero proyecto de superación de la democracia indirecta por un sistema protagónico y directo que, al día de hoy, con el impulso dado por Nicolás Maduro, ha superado mil comunas constituidas.
Los desafíos son múltiples. En su última reunión de gabinete (televisada, como todas) Chávez pronunció el discurso conocido como “golpe de timón”, cuestionando su propio presidencialismo, la permanencia del Estado burocrático, y las dificultades para diversificar la producción. Mas lanzó la consigna que hoy guía al empoderamiento popular e impulsa al Plan de la Patria frente a los ojos ciegos de la televisión: “Comuna o nada”.
(*) Licenciado en Historia por la UNC. Docente e investigador.