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Daniel Salzano: A buscar ángeles azules en una locomotora a vapor

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Dicen que partió el hombre que nunca se fue, el cordobés originario, el habitante ancestral, el que pasó veinte años en Madrid sin moverse de Córdoba.

Se habría ido el que nunca egresó de su infancia, el que calzó pantalones largos, vistió trajes, pero abajo llevó siempre los pantalones cortos, los que llegaban a la rodilla y se aproximaban a las medias “carlitos” en las salidas domingueras, por lo general al cine de la calle Jerónimo Luis de Cabrera.
El que nació en el Barrio Inglés de los Niños Sanos, territorio extra insular de los ingleses del Central Argentino, y se alimentó de picardías, de las propias y de las ajenas, permitiéndose los primeros bocados de sabiduría con sabor a alfajor en los alrededores de la estación de Alta Córdoba.

Por allí operaba su padre, el maquinista Salzano, el raudo auriga de colosales hierros bramadores, equivalente a Superman y muy superior al Llanero Solitario, el Deus ex machina, expresión latina que literalmente quiere decir “dios de la máquina”, que empezó a usarse allá muy lejos, en los teatros griegos, teatros que devendrían en cines y cines que atraparían a Daniel.
Mientras tanto, su madre, la habilidosa y respetada modista del barrio, la dueña de los carreteles y botones que tentaban a Danielito, en medio de ollas, tejidos, radionovelas, perfumaba ternura, preparaba comidas y dulces, convocaba al café con leche, pan y manteca, y se hacía querer en una dimensión inconmensurable para su hijo, aprendiz de mago a la vera de las pistas del Sardinita o de los otros circos que paraban en los baldíos de la calle Bulnes.

Así creció su lenguaje, entre los humos y pitadas de la estación, para complejizarse en los cines donde adquirió el don de lenguas y musicalizarse en los aflojes inspirados de sus válvulas cardíacas. A los 13 o a los 14 años, subió al ring de la poesía y cayó nocaut antes del primer round frente a los puños entonces descomunales de Raúl González Tuñón. Arriba de un tranvía, inesperado escenario de un insólito combate, los famosos árbitros del Córdoba Sport iniciaron un conteo que no finalizó hasta la víspera de Navidad de 2014. Sin embargo, al bajar del tranway, además de un espíritu conmocionado y un cerebro con inimaginables luces, notó que tenía 20 centavos en el bolsillo, los suficientes para echarlos en la ranura y ver la vida color de rosa, como lo proponía Tuñón.
De las tertulias todavía verdes al amparo de la estación Belgrano aprendió las salidas, por el absurdo, propias de los cordobeses, como la de aquella vez que escribió -para confirmar un sentimiento y una admiración- que se dejaría operar de apendicitis por el manco Carlos Pérez, recordado jugador y capitán de Universitario, a quien no sólo le faltaban los dos brazos sino que era abogado.

Daniel Salzano fue, es y será Córdoba, pintó su aldea con tonada perdurable y no hizo el menor intento para asomarse a otro universo. Murió cuando la estrella se acercaba luminosa al pesebre, como Tita Merello y casi como Discepolín. Tal cual lo había predicho, un policía de plástico levantó las manos y dejó pasar el tren entre el buey y el burro. Tras el convoy siguieron rápidos los famosos bomberos de Belén, a pura sirena.
Don Salzano, el Deus ex machina, lo había venido a buscar en una mítica y fragorosa locomotora a vapor. El espadachín mayor de la ciudad levantó su espada de bronce a modo de saludo, y el Daniel y su padre, por imaginarias pero no por ello menos traqueteantes vías comenzaron un ultimísimo recorrido de despedida ad hoc, que los llevó a atravesar las cercanías de emblemáticos hitos urbanos como el monumento al sapo que conquistó la isla Crisol del Parque Sarmiento, la calle del León de Francia, la calle de Martín Paz, la calle de Agustín Tosco y el boulevard del Cabeza Colorada. Daniel sonreía, pero no podía dejar de admirar al gran maquinista. Al final, la locomotora carreteó y buscó su cielo. Daniel sabía que más allá, en algún sitio, lo esperaba el Toddy con el pan y manteca, la ocasión lo ameritaba. Fue entonces cuando las pitadas de la máquina se le representaron como sendos alaridos de Tarzán.

Éramos casi mellizos. El arribó al mundo dos días antes en el mismo mes y en el mismo año. Claro que hay un detalle que no se debe dejar escapar, Daniel había nacido el día de los imposibles –no podía ser de otra manera-, mientras que yo lo hice 48 horas después, con una estampita de María Auxiliadora en la mano y a 1.000 kilómetros de Córdoba.
La radio estuvo aturdiendo y revolviendo la herida: “Salzanitos”, “Ángel y demonio”, “Milagro en el bar Unión”, “Carpintería de José”, “El ferroviario”, “Caballo loco”. Jairo, Gieco, Baglietto…
Me gustaría estar en las penumbras nostálgicas del bar Unión, tomando una copa de jerez, en soledad, escuchando con el ronroneo de una púa batidora de años, en un viejo vinilo, un tema con asunto de ferroviarios, aunque la locomotora ya haya partido. Siempre hay voces que dicen, en el misterio susurrante del Suquía, que en un lugar sin sombras, al bajarse de la locomotora, el Daniel fue recibido por un coro de ángeles azules.
Ah! olvidaba decir que tras la bandera humeante del tren iban a todo pique los famosos bomberos de Belén y que tras el último vagón rugieron los famosos leones de Belén, aquellos mismos que el Daniel niño había imaginado como custodia de un pesebre entrañable.

(*) Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.

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