El aporte de Miguel Cárcano para que argentina no quedara entre los vencidos. Las relaciones y la claridad de ideas de este letrado cordobés le consiguieron al país un lugar en el mundo de la postguerra.
Por Luis R. Carranza Torres
Al término de la Segunda Guerra Mundial no eran pocos los que entendían que Argentina debía padecer la suerte de los vencidos. Las resoluciones de la Conferencia de Yalta establecían que debíamos ser excluidos del mundo de postguerra, comenzando por la carta de fundación del nuevo organismo destinado a regir las relaciones internacionales: la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Roosevelt nunca simpatizó con Argentina. Incluso, sobre el fin de conflicto llegó a dar un comunicado oficial de prensa, mencionando “la extraordinaria paradoja del crecimiento de la influencia nazi-fascista” en Argentina a medida que los aliados iban ganando la guerra. El premier soviético, Josef Stalin, directamente nos consideraba un satélite de Alemania.
Para empeorar las cosas, el gobierno andaba más que “flojo de papeles” en cuando al tema.
El golpe de Estado de 1943, que sacó al Partido Demócrata del poder, había encumbrado una facción de militares muy afín al Eje. El presidente de facto, general Edelmiro Julián Farrell, tenía sus abuelos maternos alemanes y había estado destinado en un regimiento alpino en la Italia fascista de Mussolini de 1924 a 1926. Su vicepresidente, el coronel Juan Domingo Perón, había sido en ese mismo país y en plena guerra mundial, entre 1939 y 1941, agregado militar. Hasta la declaración de guerra, a poco de finalizar la contienda, daba muestras de esa simpatía. El 27 de marzo de 1945, el gobierno de facto de Argentina declaró la guerra al Japón y a Alemania sólo “como aliada del Japón”. La mayoría del mundo lo juzgó un gesto tardío, sin sentido y vacío de contenido.
En tan oscuro escenario, alguna luz podía verse, por fortuna. Nuestro embajador en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, Miguel Ángel Cárcano, se las había ingeniado para mantener una buena relación con el viejo león británico, que no entorpeciera el ingreso a la ONU. De los “tres grandes”, los ingleses eran los más favorables a nuestro país. No era menor el dato de que mantuvieran con nosotros una deuda de guerra de bastante magnitud. Una corriente de simpatía en los países latinoamericanos terminó de decidir a Washington. Estados Unidos se había comprometido a apoyar el ingreso a la ONU de Ucrania y Bielorrusia como estados independientes, pero los países latinoamericanos decidieron que no apoyarían tal ingreso si la Argentina no era admitida. Como el bloque latinoamericano tenía número suficiente para vetar la admisión de las dos repúblicas soviéticas, los mudaron de idea sobre nosotros. Fuimos, de tal forma, invitados a la Conferencia fundacional de las Naciones Unidas a celebrarse en la ciudad de San Francisco, Estados Unidos.
Que nuestro comprovinciano, el Dr. Miguel Ángel Cárcano, además de letrado, escritor, académico e historiador, fuera cabeza de la delegación, era no sólo un reconocimiento a sus esfuerzos en el asunto, principalmente con Gran Bretaña. Se trataba de uno de los pocos diplomáticos del país que no tenía alguna fotito inconveniente, haciendo el saludo hitleriano o rodeado de líderes nazis.
Como luego contaría en su obra El ingreso de Argentina a las Naciones Unidas, a pesar de no compartir en nada la ideología del gobierno de facto, “no vacilé un instante en aceptar la presidencia de la Delegación a las Naciones Unidas que me ofreció el presidente de la República”. Entendió que primaban los intereses del país, incluso por sobre su forma de pensar. Pero no fue una aceptación sin condiciones: pidió una serie de gestos hacia la democracia que afirmaran la credibilidad internacional argentina. Farrell los aceptó y luego no cumplió. Es por eso que señala en su obra: “Si el país se hubiera presentado en San Francisco sin detenidos políticos ni censura periodística, resuelto a convocar a elecciones generales, hubiéramos deshecho la propaganda maliciosa de nuestros adversarios y restablecido nuestro prestigio internacional”.
En la conferencia fundacional, el 24 de octubre de 1945, la firma de ese abogado cordobés, en pluma fuente, rubricó el ingreso de Argentina como miembro fundador de la ONU. No por ello dejó de advertir de las falencias de su estructura, en particular el derecho a veto de los países “grandes” en el Consejo de Seguridad. Por eso señaló que no se establecía “…un orden internacional ideal que a todos satisfaga plenamente…”, pues existía un “grupo de grandes naciones vencedoras y un grupo de naciones menos fuertes”. Sabía “que no habría Carta sin veto. Ésa era la marca de los vencedores y de los más fuertes. Toda la dialéctica para armonizar este invento con los principios democráticos y la igualdad de los derechos de las naciones, cae por el suelo al primer análisis”. La única salida a ello era que dichos “grandes” consintieran “en establecer normas que limiten su fuerza preponderante…”. Pero también dejó en claro que no habría paz en el mundo “si, juntamente con la seguridad internacional, no procuramos crear al mismo tiempo los organismos necesarios para mejorar la distribución de la riqueza entre los individuos y países, asegurando un mínimo de bienestar para aquéllos y lógico desenvolvimiento para éstos”.
También fue quien el 23 de mayo de 1945, en las reuniones preparatorias para la creación de la ONU, formuló la primera reserva argentina respecto a la cuestión Malvinas.
La actual vigencia de sus palabras señala lo esclarecido de su entendimiento. Por eso, su olvido entre nosotros resulta algo tan injusto como incomprensible.