Por Carlos Ighina (*)
La familia Ariza poseyó por mucho tiempo los terrenos heredados que en su conjunto conformaban el hoy populoso San Vicente, un barrio dueño de una particular personalidad urbana.
En realidad, no se habían dado mayores progresos en esas tierras desde los momentos fundacionales de Córdoba, es decir, desde los días de las vides y de las rosas de don Blas de Rosales –aquel soltero que dio origen al primer juicio sucesorio por reclamo de sus hijas-. Uno de los dos primeros alcaldes nombrados por don Jerónimo Luis de Cabrera.
Francisco Fresnadillo y Pastora Vélez y Arias habían dejado a su descendencia una irregular topografía, no carente de algunas empinadas lomas, como una extensión inmobiliaria sin relevantes atractivos de futuro comercial, razón por la cual no le fue difícil a don Agustín Garzón convencer a sus dueños de la venta.
La casa que ocupa hoy el Centro Cultural España-Córdoba, en calle Entre Ríos 40, construida sobre bases coloniales, es de claro estilo italianizante –aunque escondida su austeridad y jerarquía arquitectónica bajo un desafiante colorinche que recubre la fachada- pero es de las llamadas “en chorizo”, con una sucesión de habitaciones dando a un patio alargado resuelto en una huerta que juega como corazón de manzana. El lugar fue el solar natal de don Agustín, hijo de doña María del Rosario Vázquez Maceda y don Félix Garzón, ambos españoles.
Agustín tenía apenas 30 años, pues había nacido en agosto de 1840, y ya era un activo comerciante y visionario intuitivo que compró las tierras a los Fresnadillo, en 1870.
Seguramente su mirada inteligente había abarcado esos sitios un tanto montaraces, orilleros del río, haciendo cálculos auspiciosos, confiado en una idea de progreso que comenzaba a hacerse contagiosa entre los hombres de empresa de la época, como la del presidente Sarmiento y la de los impulsores de los ferrocarriles atravesando llanuras.
Garzón era un joven viudo, de costumbres religiosas y trato afable, estrechamente vinculado con la sociedad cordobesa de entonces. Le pidió a Pablo Julio Rodríguez -no en vano una calle sanvicentina lleva su nombre- que dibujara el plano topográfico y éste lo confeccionó con su reconocida solvencia profesional, diseñando manzanas sobre el terreno que otrora fue coto de caza y escalonando cuatro plazas, las que fueron denominadas Urquiza, General Paz, Sarmiento y Garzón.
Don Agustín fue un hombre de negocios o, como se dice hoy, un emprendedor. No sólo prosperó a partir de su tienda -que la tenía frente a la actual Plaza San Martín, entonces Plaza Mayor- de variadas actividades mercantiles, todas ellas auspiciosas y progresistas para el momento que le tocaba protagonizar.
La función pública, en el ámbito específico de las finanzas, lo contó como miembro del directorio del Banco de la Provincia de Córdoba, pero también tuvo sus escarceos políticos, llegando incluso a ser concejal municipal.
No obstante, se sintió principalmente atraído por la tarea social, y dentro de ella, por aquella signada por el matiz católico. Ayudó a los salesianos en el momento de su instalación en Córdoba y fue delegado al Congreso Católico Americano, que se celebró en la ciudad de Buenos Aires en 1884, cuando Julio A. Roca era presidente de la Nación y el anticlericalismo había ganado una franja importantísima dentro de la estructura del gobierno nacional.
Era un 19 de junio de 1870 cuando el joven e ilusionado Agustín Garzón colocó la piedra fundamental del loteo que serviría de despegue para el globo aerostático del capitán Sanz, que deslumbraría con sus acrobacias en las alturas y que tiempo más tarde se elevaría desde la mítica Plaza Lavalle, ante centenares de ojos asombrados. Pero la piedra basal también fue punto de partida de una comunidad con personalidad propia, nucleada en torno a un barrio potenciado por sus propias fuerzas.
Es probable que se tratase de una mañana fría, como la de la misma fundación de Córdoba. Y también es posible, según contó Efraín Bischoff, que fuera en la actual Plaza Libertad. Pero lo que sí es cierto es que se hallaban presentes el gobernador del Obispado, el rector del colegio Monserrat y otras destacadas personalidades del momento social, pero no existe mención de autoridades políticas. Hubo discursos, música, cohetes y un clima de alegría que continuó hasta la tarde. Precisamente la alegría de vivir distinguiría a San Vicente, mientras que por su parte la política se manifestaría sin mucha tardanza a través de caudillos de la vieja estirpe y de militantes de todos tiempos.
¿Qué habrá imaginado don Agustín aquel día? Retomando sus ideales podríamos aventurarnos en una idea de grandeza, tal vez la del álida de alabar a Dios muy en consonancia con los criterios sociales que preconizaba la Iglesia a través del pensamiento de sus pontífices.
Lo importante, para nosotros, es que nacía San Vicente.
Con los años vendrían las quintas y la Quinta, los inmigrantes, los corsos, los indios, los bailongos, Palermo y Lavalle, el tranvía, el grito contestatario de la “República” y el viejo mateo perdiéndose por la calle Agustín Garzón.
(*) Abogado-Notario. Premio Jerónimo Luís de Cabrera.