Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth *
Si la corrupción resulta, en su materialización y efectos, en la consumación de una pluralidad de delitos, bien puede respecto de sus causas ser asociada con la ausencia de ética.
La ética es una rama de la filosofía práctica que, como tal, tiene como objeto el estudio de las valoraciones del comportamiento humano. Tan antigua como las propias raíces de nuestra cultura, el vínculo entre una y otra no ha sido suficientemente ponderado.
La corrupción es un problema endémico en nuestro país. Lamentablemente muchas veces hemos mirado para un costado frente a actos de esta naturaleza; parecería ser que, mientras nos va bien – o relativamente bien- económicamente, somos capaces de soportar cualquier cosa; el “roban pero hacen” es una excusa que usamos habitualmente.
No importa la moralidad ni la legalidad, mientras no nos veamos afectados directamente nos transformamos en una especie de cómplices de quienes dicen representarnos ocupando cargos en los poderes del Estado.
No nos olvidamos de los particulares que se relacionan con ellos para obtener ganancias desmedidas; sin embargo, no tenemos dudas de que el Estado, en quien depositamos la protección de nuestros derechos, es el mayor responsable de estos actos, ya que es el sujeto encargado de controlar, investigar y juzgar los actos corruptos.
Sin embargo, algo parece que va camino a cambiar en nuestro país, tal vez porque como nunca los actos de corrupción se han mostrado crudamente a los ojos de nosotros los ciudadanos. Esto ha traído distintas consecuencias, que van desde el apoyo y pedido para que se vaya a fondo, con los corruptos, sin importar ideologías o banderas políticas, a fuertes criticas y dudas por la reacción institucional frente a este fenómeno.
Una de las críticas es hacia la falta de legislación en la materia; parecería ser que quien llega a la función pública no tiene más límites que “Dios, la Patria y los Santos Evangelios”, o por quien hayan jurado al momento de su asunción. Claro está que la Constitución y el Código Penal siempre actúan como limites para su conducta, no obstante hay más leyes que regulan la actividad de nuestros funcionarios.
Un caso paradigmático es la Ley Nacional de Ética Pública de la Nación, N°25188, que establece los deberes, prohibiciones e incompatibilidades, que son aplicables a todos aquellos que ejercen algún cargo en la administración pública, sean empleados funcionarios, magistrados etcétera, sin distinguir entre niveles o jerarquías, sea en forma permanente o transitoria, por elección popular, por concurso, designación directa, etcétera.
Impone, entre otras cosas, la obligatoriedad de presentar las correspondientes declaraciones juradas, regula el régimen de antecedentes, incompatibilidades y de los posibles conflictos de intereses, crea en su art. 23 la Comisión Nacional de Ética pública, en el ámbito del Congreso de la Nación, etcétera.
Las normas están, seguramente son perfectibles, pero siempre deberían ser honradas y aplicadas.
Seguramente en columnas sucesivas iremos analizando ésta y otras normas que pretenden regular las conductas de nuestros funcionarios, para evitar que la corrupción sea una aceptada realidad en nuestro país.
Lo único que no puede hacerse, al respecto, es precisamente no hacer nada. La corrupción no sólo detiene el progreso y convierte al futuro en un lugar incierto y atemorizante.
También mata, lesiona, enferma, hace analfabetos, produce víctimas. Se trata, además, de la obscenidad cívica más grande. Precisamente, llevaba a cabo por aquellos a quienes el civismo les queda grande, por más que lo declamen.
Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. Abogado. Magister en Derecho y Argumentación Jurídica.