Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)
A seis años del Acuerdo de París, la COP 26 (conferencia de partes, máxima autoridad de la Convención de Organización Naciones Unidas sobre Cambio Climático de 1994) se presentaba como la más importante reunión ambiental en lo que va del siglo.
Casi 200 delegaciones, 22.000 acreditados, 120 mandatarios confirmados, 14.000 observadores, 4.000 periodistas y 10.000 policías se desplegaron en torno a la denominada “last best chance” para limitar el aumento de temperaturas globales a 1,5° por encima de los niveles de etapas preindustriales (mediados del siglo XIX).
¿Qué significa esto? Ciertos contaminantes -principalmente el dióxido de carbono- que se emiten por el uso de combustibles fósiles -sólidos, líquidos o gaseosos-, retienen el calor del sol y producen el famoso efecto invernadero que incrementa la temperatura promedio. Las emisiones globales son producidas por la energía (73%), la agricultura (18%) y la industria (5%).
El compromiso parisino (no más de 2° de aumento y el esfuerzo por mantener en 1,5° hasta 2100) es de indispensable ejecución. Con lo hecho hasta ahora no alcanza: todas las proyecciones auguran más de 2 grados de aumento y hasta más de 4 grados, lo que provocaría cada vez más graves olas de calor, inundaciones, sequías, muerte de especies en tierra y mar, etcétera.
Entre los conceptos escuchados en los días previos a la cumbre, sobresalió una idea: se necesitan acciones prontas y creíbles.
La conferencia
Los encuentros en el Scottish Events Campus de Glasgow se extienden hasta hoy. La mayoría de carácter presencial, aunque hubo espacio para reuniones híbridas y a distancia.
Hubo quejas de organizaciones de la sociedad civil por barreras directas o indirectas para participar (temas sanitarios, logística, conectividad, etcétera).
Subyacen una puja política y otra económica. En lo político, Occidente va procurando una manera de plantear una estrategia que, a corto y mediano plazos, impacta muy intensamente sobre las estrategias de acumulación de China, Rusia e India.
En otro plano, la periferia le reclama al centro la asunción de responsabilidades en el deterioro global, y el honramiento de un compromiso de compensación.
Desde 2009 -ratificado en París 2015- se negocia una importante asistencia -100 mil millones de dólares anuales- para reconvertir economías y adaptarlas al cambio climático.
Cobraron relevancia dos anuncios: el convenio para evitar la deforestación (en voz de Joe Biden), que tendría la adhesión de más de 100 países que representan 85% de los bosques del planeta; y el compromiso planteado por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, de reducir 30% hasta 2030 las emisiones de metano -lo que supone grandes transformaciones para la minería a cielo abierto y para la ganadería-.
La reorganización productiva y el uso de otras energías alternativas involucran a los sectores privados.
Los anuncios iniciales de inversiones para protección y restauración (unos 19.000 millones dólares) serán compartidos por Estados e importantes empresas globales. Por otra parte, aparece promisorio el compromiso político tomado por líderes como Biden, quien anticipó el desarrollo de un plan de descontaminación para EEUU, hasta 2050.
La sociedad civil trabaja una estrategia paralela de presión, mediante muchos actores de peso que se expresan por medio de organizaciones del tercer sector. Fuera del salón de convenciones se realizaron marchas que convocaron a decenas de miles de personas, inclusive con repetición de actos en muchas ciudades del mundo.
Se reclama a los mandatarios la asunción de un mayor liderazgo en la ejecución de las transformaciones. Lo ratificó la joven activista sueca Greta Thunberg en su tradicional protesta de los viernes -que mudó a Glasgow-, agregando que, en su perspectiva, la cumbre es “sólo un festival de lavado de imagen”.
Se ha utilizado varias veces la expresión “código rojo”, no sólo por la sociedad civil sino por los propios actores políticos. Los números son contundentes: China supera las 10.000 toneladas de emisión de CO2 anuales, EEUU libera unas 5.400 toneladas, la Unión Europea 3.460, India 2.274, Rusia 1.617 y Japón 1.237.
El informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático ha sido contundente: el mar aumentará entre 28 y 55 centímetros por encima de su nivel, aun si se llegase a un nivel de cero emisiones netas antes del año 2100.
Para finalizar, la participación argentina se enfocó en tres líneas: solidaridad ambiental, deuda sostenible y recuperación económica.
Algunos la han definido como postura “pre-Kyoto”, quizá por no expresar compromisos en parámetros. Alberto Fernández planteó que la contribución de cada país debía basarse en sus “responsabilidades comunes pero muy diferenciadas”.
Más allá del anuncio de inversiones muy importantes en producción de hidrógeno verde en la provincia de Río Negro -8.400 millones de dólares, por la empresa australiana Fortescue- Argentina no entregó aún la Estrategia a Largo Plazo, insistiendo en buscar alternativas para relacionar la prestación de servicios ambientales globales y la reducción de compromisos de deuda entre países menos adelantados y desarrollados.
No hay, por ahora, desde nuestra perspectiva, últimas chances. Lo definitivo es asumir seriamente que el mundo debe cambiar. Semejante compromiso, aunque parezca de perogrullo, realmente nos involucra a todos y a cada uno.
¿Estaremos dispuestos?
(*) Docentes, UNC