Las personas intentamos mantener la coherencia entre lo que decimos, pensamos y hacemos. Sin embargo, nuestras lógicas discursivas y emocionales muchas veces se muestran inestables, contradictorias y lábiles. Algunos sujetos permanecen en una fuerza ideológica y axiológica conservadora que se mueve dentro de los límites de su estructura mental y conductual resistente a cualquier alternativa por moverse hacia el cambio. ¿Cómo hacemos, entonces, para conversar desde la grieta cuando las posturas parecen irreconciliables?
Como subrayan Fisher y Ury, “a veces la gente tiene puntos de vista que para muchos de nosotros son irracionales. Pero en su interior estas personas reaccionan de manera racional al mundo tal como lo ven. Es la percepción la que está sesgada y no la reacción frente a esa percepción. Es probable que no cambie lo que sienten, aunque les digamos que están equivocadas (y citemos muchos estudios científicos)”.
Las relaciones suelen volverse más difíciles en estos tiempos porque ya pocos se toman el tiempo necesario para escuchar; las conversaciones se convirtieron en monólogos, los argumentos en reproches y los sentimientos, en resentimientos. Las palabras son utilizadas fuera de contexto y se ha desvalorizado su verdadero poder transformador.
¿Has notado que algunas personas prefieren dejar de hablarte en vez de disculparse cuando están equivocadas? Probablemente una de las razones que explica esto puede ser, como dice Josep Redorta, que “tendemos a encerrarnos en los parámetros mentales en que estamos acostumbrados a movernos y, por este motivo, nos cuesta entrar en la lógica de los demás”.
Somos sujetos y, como tales, estamos sujetados a modos de pensar, de sentir, a historias y vivencias que fuimos asimilando y solidificando a partir de nuestro contacto con el entorno social. Todo ello condiciona tantas veces nuestra lógica de interacción.
En la concepción de la realidad social que modelamos influyen de manera decisiva nuestros modelos mentales: esas estructuras más bien rígidas que se han ido solidificando en el modo que tenemos de percibir y juzgar aspectos de la realidad. Se basan, por ejemplo, en creencias arraigadas en nuestros pensamientos que se traducirán, obviamente, en conductas y acciones. “El modelo mental influye en nuestras percepciones, de ahí que percibamos las cosas en función de nuestros modelos mentales”, puntualiza Redorta.
El problema se produce cuando sentimos la incapacidad de soltar ataduras mentales y emocionales aun cuando la irrefutable prueba de la realidad se nos presente de manera incuestionable. A todos nos ha pasado en cualquier debate: aunque acudamos a criterios objetivos de valoración o a parámetros que están fuera del juicio subjetivo de cada parte, todavía alguno se resiste a cambiar de opinión. Aunque la información se muestre de manera indubitable, alguien se atreve a apartarla de sus consideraciones y continúa aferrado a sus emociones y creencias.
¿Qué hacer cuando la evidencia no alcanza? En ese momento nos damos cuenta de que el dilema pasa por otro lado, por el contorno de los conflictos y no por su contenido esencial. Por las dinámicas lingüísticas y emocionales que entran en juego en la relación.
¿Cómo conversamos los conflictos cuando el eje del problema no es la evidencia sino un desacuerdo ideológico? Dialogar con quienes piensan de una forma similar a la nuestra generalmente nos hace reforzar las opiniones propias y sistemas de valores e ideas. El desafío aparece cuando conversamos los desacuerdos. Pensar distinto a veces genera silencios. Simplemente porque evitamos conversar de tal o cual realidad por temor al conflicto. Entonces, preferimos refugiarnos en el diálogo con el grupo de pares que piensan igual que nosotros. Esta decisión puede llevarnos a achicar nuestro círculo de relaciones y sólo entablar diálogo con quienes opinan parecido a mí, que quedo encerrado y fortalezco un pensamiento único.
Así, como apunta Guadalupe Nogués, “la imposibilidad de dialogar hace que el número de voces disidentes disminuya hasta el extremo en que sólo se escucha una voz. Se confunde el silencio con asentimiento y se crea una ilusión de consenso”. Sin embargo, ella indica que podemos tener incluso posturas bien definidas, muy intensas, aunque sin quedar atrapados en la dinámica del discurso intolerante. Propone distinguir entre qué creemos y cómo lo creemos; es decir, sugiere practicar la destreza de plantear nuestras opiniones sin que aquello que pensemos se convierta en lo que somos. Si hacemos de ello una práctica cotidiana, reaparecen los matices dialógicos y las conversaciones se vuelven más armónicas. A partir de ahí se logran los consensos, que son producto de fortalecer acuerdos, a pesar de nuestras diferencias.
Reflexionemos lo siguiente: quizás tengamos más cosas en común con quienes piensan distinto pero quieren conversar, que con quienes comparten con nosotros algunas opiniones pero son intolerantes. De eso se trata, señala el gran escritor uruguayo Mario Benedetti; de “coincidir con gente que te haga ver cosas que tú no ves; que te enseñen a mirar con otros ojos”.
Cómo ayudar a las partes involucradas en una disputa ideológica para que aprendan a conversar desde la grieta es un desafío que asumimos cotidianamente los mediadores en nuestra labor.
Este y otros temas trataremos el miércoles 19 de octubre, a las 14:30, en el curso-taller teórico-práctico “Claves comunicativas para la gestión eficaz de los conflictos”, organizado por el Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez. (Inscripciones: https://forms.gle/QY32M3ugUmN6EGxRA.)
* Abogado, licenciado en comunicación social, mediador
Gracias querido Javi por estas ideas, para mí, muy significativas. Aprecio tu trabajo.
Un abrazo
Además de la excelencia en el tratamiento del tema valoro la audacia en darle un matiz diferente a la mirada de la grieta! Felicitaciones!
Excelente planteo de una realidad que nos toca a todos.