Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)
Durante siglos, la enorme Patagonia fue un territorio desolado, poco explorado por las corrientes colonizadoras, que apenas la caracterizaron mediante expediciones marítimas reconociendo costas e islas; sólo algunos se internaron en los bosques (como el área del lago Nahuel Huapi, actual Bariloche).
Más al sur, el clima impedía llegar hasta la cordillera. Diversas zonas de la región se recorrieron sólo a finales del siglo XIX e inicios del XX, sin que los países que finalmente ejercieron soberanía en el territorio, Chile y Argentina, hubieran acordado la integridad de los límites. Debería transcurrir casi todo el siglo pasado para resolver gran parte de éstos, subsistiendo pendientes.
Los conflictos limítrofes especialmente en territorio y mar australes condimentaron la relación bilateral durante el siglo XIX. En el caso argentino, se alimentó por la ocupación británica en el Atlántico Sur desde 1833 más el creciente poderío brasileño al norte y este. La demorada organización nacional los potenció: esos territorios fueron defendidos y atendidos por una provincia, Buenos Aires, que los reivindicó como propios en su Constitución de 1854.
Luego de 1862, gradualmente, se empezará a ocupar la Nación de la región. En 1843, con el avance chileno sobre el estrecho de Magallanes, se incrementa la tensión. En 1881, el Tratado de Límites oficia como primer gran articulador en la búsqueda del entendimiento. En 1902 -Pactos de Mayo- se estableció que todo conflicto bilateral sería solucionado pacíficamente.
En esta problemática se fusionaron factores políticos, económicos y estratégicos, naciendo interesados sentimientos xenófobos y nacionalistas en la ciudadanía y dirigencia de los dos países.
En Argentina, cada tanto apareció la idea de retrotraer límites soberanos a las líneas de frontera trazadas para el efímero Virreinato del Río de la Plata (1776-1810), imaginario que vinculaba territorio y nacionalidad. Las ideas de Estanislao Zeballos, cuya proyección de mapa de la Patagonia, a principios de siglo XX, avanzaba sobre territorio chileno, calaron hondo en el nacionalismo ideológico -y aun político- vernáculo por muchas décadas posteriores.
Pero existe otro elemento geopolítico en el conflicto: la Antártida, durante décadas reclamada por varias naciones. La firma del Tratado de 1959 estableció un “no innovar” y se acordó la suspensión de actividades militares, estableciendo usos de cooperación científica e investigación. Las dinámicas generadas, en parte, por el cambio climático, provocaron que la extracción de recursos sea menos costosa; descongelando, paradójicamente, el interés de algunos países por ratificar su soberanía en el continente.
Relaciones difíciles
Después de un derrotero que en el siglo XX alcanza su pico en el desconocimiento por Argentina del laudo arbitral de 1977 (suscripto por la reina Isabel II, en virtud de tratados previos) relativo al canal de Beagle e islas adyacentes, y el despliegue de tropas en diciembre de 1978, que se detuvieron por la acción de la Santa Sede, ambos países firmaron el trascendente Tratado de Paz y Amistad en 1984, que puso fin o principio de solución sobre añejos conflictos, sin ofrecer soluciones inmediatas a las reclamaciones de ambos países sobre Antártida, Laguna del Desierto -objeto de un laudo en 1996, tras incidentes serios- también Hielos Continentales -cuya solución diplomática no alcanzó ratificación por los congresos-.
Cuando el presidente Sebastián Piñera delimitó por decreto la plataforma marítima sur de Chile, metió mano en la caja oscura de las tensiones. El espacio definido unilateralmente, a partir de unas 200 millas náuticas desde las islas Diego Ramírez, se superpone en una suerte de medialuna de 9.000 y 20.000 km2, según diversas estimaciones, con la plataforma ampliada argentina, convertida en ley en 2020 por el Congreso de la Nación, que ratifica sus pretensiones en una área que abarca tanto las islas Malvinas y Georgias de Sur (ocupadas por Gran Bretaña) como también el área entre el paso Drake y las costas antárticas, en la que se superpone con Chile, que consolidó pretensiones en el sector, plasmadas en diversos instrumentos: el decreto antártico de 1940, su definición de mares circunpolares y la propia definición de su región más austral -equivalente a nuestras provincias- de Magallanes y Antártica.
El argumento trasandino radica en que la cuestión no se enmarca en el tratado de 1881 ni en el más específico de Paz y Amistad, ya que no es un asunto de límites sino de proyección del derecho de mar, regido por otros marcos internacionales que aplican y excluyen criterios que puedan desprenderse de aquellos instrumentos.
El decreto de marras, calificado por la prensa chilena como “Golpe Austral”, se complementa por otro instrumento publicado en la misma fecha, en el que el país trasandino determina unilateralmente límites para la zona de Hielos Continentales -en continente-, anexando 6.000 km2 a su superficie, que Argentina no reconoce, cuya gran parte en los hechos se mantiene pendiente de demarcación. Buenos Aires no descarta el reclamo en el Tribunal de La Haya.
La frontera argentino-chilena tiene una extensión cercana a 5.150 km. La historia nos enseña que los diferendos limítrofes tienen algo en común. No siempre se alcanza una solución definitiva. Frente a espacios y recursos que muchas veces no pueden dividirse claramente mediante hitos -como pasó en la Puna de Atacama y varios puntos sensibles de la Patagonia continental y marítima-, es muy complejo el abordaje institucional, jurídico, político, económico, por los Estados soberanos.
Es una buena oportunidad para dejar de declamar y observar en serio el paradigma sustentable, frente a varias de las mejores reservas naturales del planeta (lagos, glaciares, ecosistemas marinos) y la necesidad de aplicar las reglas estables y respetuosas inherentes al Estado de derecho, ínsitas en la matriz de la evolución de un concepto de amistad entre Argentina y Chile en las últimas décadas.
El tratado de 1984 contempla un mecanismo de conciliación, que abriría la puerta a solucionar estos sensibles asuntos sin desgastantes conflictos. Al recordar que la hora más oscura, 1978, encontró a dos dictaduras de cada lado de Los Andes, es importante tener presente la posibilidad del diálogo con gobiernos democráticos, clave para la convergencia de posiciones en temas estratégicos que, desde una mirada alejada de intereses sectoriales, permitan aprovechar las oportunidades que ofrecen el Atlántico y el Pacífico.
Intereses mezquinos superpuestos absurdamente implicaron décadas de atrasos en un encuentro indispensable. En pleno siglo XXI, Chile y Argentina están condenados a entenderse. Que sus dirigentes no lo pierdan de vista.
(*) Docentes, UNC
Es un satisfacción para la mente, que un escritor como el sr. Escudero haya regresado con sus notas que no tienen desperdicio alguno. Realmente es un bálsamo al espíritu volver a encontrarlo. Saludo atte.