Resulta conocido que uno de los pensadores alemanes más influyentes en la filosofía y la sociología actuales ha sido Theodor Adorno, fallecido en 1969 quien, sin duda, integró una generación calificada de autores como Ernest Bloch, Max Horkheimer, Walter Benjamin y Herbert Marcuse, los fundadores de lo que se dio en nombrar la Escuela de Frankfurt.
En un importante ensayo intitulado Crítica cultural y sociedad, en su último párrafo, Adorno encierra un deslumbrante misterio que, sin duda, tuvo presencia en innumerables páginas de su obra mayúscula. Pues dice: “Cuanto más total es la sociedad, tanto más cosificado está el espíritu y tanto más paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. (…) La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía”.
Ejercitando nosotros a partir de ese ensayo una mala paráfrasis, apuntamos que después de lo que nos ha ocurrido a todos en el año 2020 y en el que pronto habrá de quedar atrás, la pandemia del SARS-CoV-2, difícilmente podamos reponernos en los próximos años y, sin duda, cualquiera que piense bien los problemas existentes o por existir a mediano plazo, sean ellos sanitarios, sociales, bioéticos, políticos, morales o ecológicos -entre otros-, no podrá sentirse libre de hacerlo sin tener por delante lo que a la humanidad le ha sucedido, que no es otra cuestión que el recuerdo de la grave afectación que a todo humano -como víctima directa o indirecta- el covid-19 le ha dejado inscripto en su espíritu.
Todos nosotros hemos sido vulnerados de distinta manera en nuestros derechos fundamentales en estos últimos dos años y por ello también se nos ha lacerado en nuestra dignidad; tanto por los episodios que concomitantemente con la enfermedad se produjeron como los que fueron emergiendo con posterioridad, cuando ya está orientada la realización de una vacuna adecuada. Hasta hoy, la vida parasitaria y sin inteligencia del virus sigue siendo el auténtico mandamás del planeta Tierra.
Por ello es que no encontraremos otro camino para recuperar nuestra alegría -metafóricamente hablando- y volver así a poetizar, hasta no saber con alguna certidumbre que, si volvieran a suceder situaciones sanitarias semejantes a las que todavía no logramos colocar distancia y que casi nadie duda de que no sólo son muy altas dichas probabilidades de que ello suceda sino con mayor gravedad que la producida ahora, el saber si los gobernantes -en general- habrán aprendido las lecciones de este bienio trágico para la humanidad.
Digo que todos hemos sido vulnerados en nuestros derechos fundamentales entendiendo en ellos una adecuada integración de perspectivas normativas, axiológicas y fácticas y siguiendo para su conceptualización a René Cassin, quien indica que la ciencia de los derechos humanos es como “una rama particular de las ciencias sociales que tiene como objeto estudiar las relaciones entre los hombres en función de la dignidad humana, determinando los derechos y las facultades necesarias en conjunto para el desarrollo de la personalidad de cada ser humano” .
Es deseable que los gobernantes, en general, alguna lección hayan tomado de los sucesos de 2020/2021 aunque, fieles a nuestro racionalismo trágico, lo ponemos en tela de juicio y consideramos que las afectaciones de la vulnerabilidad que por la emergencia sanitaria se han realizado sobre los ciudadanos, en algunos casos ha sido extrema y por esa sola razón debe ser irrepetible.
Con excepción de África, nuestra región ha sido una de las que en forma más anárquica se ejecutaron las políticas de Estado respecto a una enfermedad global como la que nos aqueja. Por ello, el saldo final y negativo de nuestros países, en general, es con mayor número de muertes y elevadísimos costos emocionales, educacionales, sociales, psicológicos, laborales y económicos que los que hubieran correspondido si hubiera habido, ante la catástrofe sanitaria, un cierto orden de criterio holístico en la progresividad de las medidas que se tomaban y también equipos profesionales interdisciplinarios en la labor de seguimiento de la pandemia.
Especialmente señalar, para dicho juicio negativo, que no se aprovechó estratégicamente que el hemisferio sur tenía la ventaja de conocer lo que estaba sucediendo en el hemisferio norte y frente a ello no haber tenido la perspicacia de ponderar como muy posible la realización de un efecto traslativo con diferencia de meses de uno al restante.
Huelga destacar la persistencia en la incorrección cuando tenemos a la vista la cuarta ola en Europa a partir de la variable ómicron y que muchos suponen que nuestro país -por alguna esotérica razón- puede ser indemne a ella. Se abandona así una gestión de saturación social por la vacunación respectiva. Argentina no es un país que resista las vacunas, los estudios; indican que un porcentaje muy bajo de la población puede ser considerado “antivacunas”, con lo cual estamos lejos de un óptimo paretiano, aun con un 70% con esquema completo; pero sólo con 3% con tercera dosis de refuerzo, que parece ser el escudo protector para la nueva cepa.
A ello se suma un país cada vez más pauperizado, lo cual se evidenció por la falta de infraestructura hospitalaria para enfrentar la amenaza sanitaria. Sus consecuencias negativas quedaron a la vista en aquéllas postales trágicas de los meses más duros del año 2020, al haber acumulado coeficientes de muertes por cada millón de habitantes superiores a las registradas en la mayoría de los países europeos.
A tales circunstancias se sumaron infinitas situaciones de dolor individual. Innumerable cantidad de familiares no pudieron darle sepultura debida al cuerpo muerto de un ser querido pero tampoco estuvieron acompañándolo en el proceso de morir, puesto que era una actividad que por la pandemia había quedado impedida de ser cumplida. La muerte en soledad que las reglas del virus impuso por su contagiosidad fue un desiderátum que no se comprendió antropológicamente pero que, sin embargo, se ejecutó policial y políticamente.
Las demostraciones de vulnerabilidades a las cuales todas las personas hemos estado expuestas han sido mayúsculas y los deterioros en la salud todavía no han sido evidenciados, aunque ya existen reportes acerca de la afectación de la salud mental.
Mientras las mencionadas vicisitudes de la enfermedad y el sufrimiento sucedían en el mundo afectivo y emocional de los ciudadanos, buena parte de los gobiernos del planeta impusieron importantes campañas de privación de derechos fundamentales de las personas, bajo el argumento de que los ciudadanos deben cooperar a la construcción del bien común sanitario.
Durante los años 2020 y 2021, en razón de la defensa del bien común, los Estados impusieron severísimas restricciones de movilidad a las personas con la sola excepción de aquellas que aseguraban la continuidad del funcionamiento del Estado y que se denominaron “personas imprescindibles”. Todas las otras que no ingresaban en dicha categoría habían perdido la capacidad de socializar.
Tales restricciones ambulatorias, en muchos Estados concluyeron en el recurso de las cuarentenas como mecanismo recurrente, con la diferencia de que sólo en algunos de ellos el concepto de bien común como limitación de los derechos fundamentales, que doctrina y jurisprudencia internacionales del derecho internacional de los derechos humanos admite como recurso extremo, lo es siempre que en dicho orden público se materialice el ideal de bien común que se presenta como necesario, eficaz, razonable y proporcionado asegurar, ante el evento de desorden que la enfermedad del covid-19 había generado en la salubridad pública.
En nuestro país, entre otras defecciones gubernamentales por su implicancia institucional, además de las económicas y sanitarias, es la de tener el registro de la mayor extensión de tiempo en cuarentena a la sociedad, que no disminuyó los altos índices de muertos por millón, dejó una economía auténticamente pulverizada y logró implosionar todos los entornos de la vida personal, familiar y socio-laboral de los ciudadanos.
Hacer un balance de dos años de enfermedad planetaria es más complejo que proponer algunas pinceladas del problema pero, sin duda, la memoria activa de los que no hemos muerto por el SARS-CoV-2 debe ser el tributo que merecen los 117.000 conciudadanos que murieron, en su mayoría, cuasi anónimamente y engrosando una estadística periódica.