Siguiendo con la entrega anterior, en esta oportunidad avanzaremos sobre dos formas de entender y regular la moral: por un lado, como una moral firmemente arraigada en preceptos religiosos, y por otro, como una moralidad pública orientada hacia el bien común y controlada por el principio de lesividad. Comenzaremos por la segunda, que nos resulta más cercana en términos geográficos y constitucionales.
Por Lucas Gilardone* – Exclusivo para Comercio y Justicia
La Constitución Nacional establece un principio liminar para las libertades individuales. Su art. 19 sostiene que “las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados.”
El texto del artículo parece sombrío porque habla del orden y la moral pública, y como si eso fuera poco menciona a Dios. Pero tenemos que distinguir bien de cuál moralidad está hablando y en qué contexto encomienda nuestras conductas al riguroso análisis de la divinidad.
La Corte Suprema sostuvo en el recordado fallo “Bazterrica” que “…el accionar del legislador (…) no puede exceder el campo de las acciones de los hombres que ofendan la moral pública, al que se refieren las normas morales que se dirigen a la protección de bienes de terceros”.
Luego insiste: Cconviene distinguir aquí la ética privada de las personas, cuya transgresión está reservada por la Constitución al juicio de Dios, y la ética colectiva en la que aparecen custodiados bienes o intereses de terceros. Precisamente, a la protección de estos bienes se dirigen el orden y moral pública, que abarcan las relaciones intersubjetivas, esto es acciones que perjudiquen a un tercero, tal como expresa el art. 19 de la Constitución Nacional aclarando aquellos conceptos. La referida norma impone, así, límites a la actividad legislativa consistentes en exigir que no se prohiba una conducta que se desarrolle dentro de la esfera privada, entendida ésta no como la de las acciones que se realizan en la intimidad, protegidas por el art. 18, sino como aquellas que no ofendan al orden o la moralidad pública, esto es, que no perjudiquen a terceros. Las conductas del hombre que se dirijan sólo contra sí mismo quedan fuera del ámbito de las prohibiciones”.
Es decir que debe interpretarse que la moral de la que habla la Constitución es la moral de nuestras conductas que afecten a otros, de una manera parecida al principio de lesividad que mencionábamos antes. Si la conducta de uno no perjudica concretamente a otro, entonces no hay razón para que los jueces o la policía cuestionen o intervengan en nuestra vida privada.
Ahora bien, como hemos visto en las contravenciones que comentamos en el artículo anterior, parece que la moralidad de la que habla el Código de Faltas es una moralidad en otro sentido, no porque se genere un daño concreto que obligue a la policía a intervenir para detener una agresión.
Más bien parece que la moralidad de la que habla el Código es una moralidad basada en la idea de pecado, es decir de preconceptos religiosos, en el cumplimiento de mandatos que sólo se pueden justificar si se toma en cuenta que la única ofensa es hacia Dios (el dios que sea).
Para aclarar este punto conviene recordar al lord Patrick Devlin, un parlamentario inglés que estableció con absoluta claridad cuál era la posición de los conservadores en ese tiempo. A fines de los 50 se discutía en el Reino Unido si la ley penal debía seguir castigando la homosexualidad simplemente porque era considerada inmoral, o si debía reducirse el castigo penal a las conductas que causaran un daño concreto a las personas.
En ese debate, lord Devlin explica cuál es el temor de los conservadores, y sostiene que “las sociedades se desintegran desde adentro más frecuentemente de lo que se destruyen por presiones externas.
Hay desintegración cuando no se observa una moralidad común y la historia muestra que el relajamiento de los lazos morales es frecuentemente la primera etapa de la desintegración, así que la sociedad está justificada en dar los mismos pasos para preservar sus códigos de moralidad como los que toma para preservar su gobierno… la supresión del vicio es un asunto tan sometido a la ley como lo es la supresión de las actividades subversivas.”
Lo interesante de esta cita extensa es que muestra sin ambigüedades cuál es el miedo de los conservadores: la desintegración social. Y muestra la debilidad del razonamiento conservador: hasta donde sabemos, la moral en el Reino Unido se ha relajado bastante desde los 60 sin que eso haya repercutido ni en el poder del imperio ni en la fortaleza de sus gobiernos.
Al confundir la sociología y los hechos de las personas con la teología y las predicciones bíblicas, los conservadores suelen creer que en la vida real ocurrirán esas mismas hecatombes con las que la Biblia los amenaza. Miran el mundo a través de preconceptos que tienen poco de científico y mucho menos de humano.
Entonces quedan claros cuáles son los modelos de moralidad de los que estamos hablando y cuáles son compatibles o no con nuestra Constitución.
Por un lado, tenemos una moral que refiere a nuestra ética pública, al respeto al otro, al cuidado para no lastimar al otro. Por otro lado tenemos una moral que aspira a reforzar los principios religiosos de algunas personas sobre todo el resto de la sociedad. ¿Cuál de estos modelos de moralidad es el que protegen los códigos de faltas?
*Abogado (UNC) y master en Derechos Humanos (Central European University, Hungría). Integrante del Inecip.