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Ciudades de tiza y pizarrón

Por Alicia Migliore*
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 Por Alicia Migliore (*)

Exclusivo para Comercio y Justicia

Somos afectos a celebrar onomásticos, aniversarios, trayectorias. Nos gustan los números redondos: parece importante cambiar de lustro, de década, de centuria, como si cada día que nos conduce a esa totalidad fuera menos trascendente. En realidad, el desafío es generar, luego nutrir, sostener, para finalmente trascender.
Los números son mágicos y tratan de interpretarlos quienes abordan ciencias ocultas, buscando el destino determinado para las personas.
Los números son perfectos y desafían de manera constante a quienes construyen con ellos realidades remotas, sean matemáticos, físicos, filósofos, diseñadores de sistemas informáticos, ingenieros o astrónomos.
Los números son absolutos y anotados en estadísticas interpelan a unos y a otros.
Hay habilidades humanas que modifican esas aserciones y niegan magia, perfección y absolutismo a los números: desconfían de pronósticos de apocalipsis o fin de los tiempos (pero toman recaudos para ponerse a salvo en esas hipótesis lejanas). Pretenden dar por cancelados teoremas y ecuaciones, aunque siempre puedan ofrecer una variación inesperada que suponga una nueva perfección. Y ese absoluto tan relativo, que se consigna en estadísticas espantosas, de muertes, enfermedades o pobreza; o estadísticas felices de vidas increíbles, maravillosas y fantásticas.

Nunca reparamos en qué representan esos números absolutos: si somos parte de la estadística el “uno en un millón” es todo para cada uno de nosotros, para bien o para mal.
¿Adónde apuntamos, divagando sobre números? Tratamos de señalar que son una herramienta más a considerar: nos indican fragilidades o consolidaciones, según se mire. En los proyectos institucionales nunca es accidental la permanencia. Su perdurabilidad habla de sus efectos y consecuencias.
Usamos los números para medirlo todo. En cada decisión estamos cargando sobre nosotros la historia de la humanidad. Los números arábigos traen hasta nosotros la cultura árabe que no pudieron borrar las guerras santas, como los ojos almendrados que se distribuyen por todo el Mediterráneo y sus descendientes. Cuando medimos el tiempo aceptamos convenciones internacionales: nuestro calendario gregoriano podría remitirnos a otros modos de contarlo, si siguiéramos el cómputo de los grandes astrónomos americanos que dejaron sus testimonios en México antes de la caída de su imperio.
Los mayas tienen aún muchísimos mensajes por ser develados, precisiones que aún no ha logrado el Occidente europeo victorioso. Hay convenciones culturales que remiten a concepciones religiosas. Aunque ya no usemos la expresión “después de Cristo”, ése es un cómputo. Por su parte, el judaísmo lleva su propia cuenta mientras aguarda al mesías.
Nos impacta recordar que se cumplieron 30 años de la caída del muro de Berlín: ver que se derribaba piedra a piedra, que se reunían familias separadas durante más de 28 años, hicieron que sus lágrimas fueran nuestras sin imaginar los nuevos muros que se multiplicarían luego de su desaparición.

La dictadura del Generalísimo “por la gloria de Dios” Francisco Franco se prolongó sangrientamente por casi 40 años de modo efectivo; y superó por casi otros 50 años el control de esa España que nunca volvió a ser República. Fue casi un decreto el de José Sacristán en la película, cuyo nombre no recuerdo, cuando interroga a su interlocutor: “No vamos a pasarnos 40 años hablando de aquellos 40 años, no?”. En efecto, nunca hablaron de sus propios muertos, aunque salieron a buscar muertos de extramuros; no revisaron atrocidades, no condenaron crímenes, rindieron honores permanentes al dictador y sufren las remezones de esos gritos silenciosos de torturados, muertos y exiliados que nadie reivindicó.
En esa tónica comparativa, que seguramente merece un análisis específico y pormenorizado, nuestra Latinoamérica flagelada por golpes y dictaduras exhibe un único caso de justicia reparadora que aún sacude instituciones y prestigios: el juicio a las juntas militares, llevado adelante por iniciativa exclusiva de Raúl Ricardo Alfonsín, mientras en todos los países de la región subsistían gobiernos militares.

Han pasado 34 años de aquel histórico juicio fundado en las investigaciones de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Es demasiado poco tiempo para el ejercicio de amnesias oportunistas, desmemorias y manipulación histórica. Aún continúan activos los estrados judiciales, a pesar de los sectores que le bajan el precio a la gesta de aquel valiente demócrata que contagió su coraje civil a tantos otros. La figura trascendente de Alfonsín debe ser reivindicada. Si los relatos que nos cuentan historias pequeñas no hubieran sido destinados a mellar su brillo, probablemente fuera el más meritorio premio Nobel de la Paz de la historia.
Usamos nuestras capacidades para denostar de modo permanente y, de ese modo, perdemos de vista un hecho político sin precedentes en el mundo, protagonizado por un ciudadano que, esgrimiendo como única arma la política, logró que nuestro pueblo produjera una bisagra en la historia sintetizada en dos palabras: “Nunca más”.
El muro y su caída; Franco y su permanencia; nuestra democracia y nuestro juicio a las dictaduras: períodos que se miden con números parecidos, con la exactitud de hechos específicos; el absolutismo en sus consecuencias, la relatividad de las lecturas parciales, y la magia de lo que generaron en cada caso en los individuos que protagonizaron directa o indirectamente esos tragedias y epopeyas, según el caso.
Nunca me cansaré de repetir que muchas de las respuestas del presente y del futuro se encuentran en el pasado. Eso es lo apasionante de la historia. Y ésa es la razón del interés en desvirtuarla o manipularla con alguna deshonestidad intelectual. Siempre habrá visiones desde distintas perspectivas. Serán complementarias, pero difícilmente sean contrapuestas si se respetan los hechos.

El año próximo se cumplirán 150 años del comienzo de actividades de las escuelas normales. Durante un siglo formaron millares de maestros que se multiplicaron como estrellas alumbrando el cielo de la República. Pretendían erradicar el analfabetismo, enseñar la lengua nacional e instruir en derechos para formar ciudadanos. Hace medio siglo se decidió que la formación de maestros fuera de nivel terciario. La escuela continuó con su formato, con algunas pequeñas modificaciones, ahora más horas de lengua, mañana menos de ciencias… Hoy se cuestiona la formación que brinda la escuela con las herramientas de análisis que aportó ayer. No podemos hacer la lectura contrafáctica imaginando una sociedad que no hubiera conocido la educación pública, laica y gratuita que nos condujo hasta hoy. Aquellas capitales de las provincias se convirtieron en ciudades de tiza y pizarrón que recibían en internados alumnos de localidades lejanas y los devolvía maestros. Pocas políticas de Estado se han sostenido en el tiempo. Es necesario admitir que alguna clave hemos perdido para no lograr contener a los alumnos en el sistema y para que ya no confíen en aquel prestigio que otorgaba al saber el valor suficiente para desafiar al futuro.

Atareada en otros menesteres debí dejar estas líneas y en pocos días explotó Chile, implosionó Bolivia, Perú escondió sorpresas, Ecuador se mantiene en alerta, Brasil palpita, y toda América está en vilo. La tensión del continente nos devela inequidades inadmisibles en el siglo XXI.
Y también nos enfrenta a los saberes que olvidamos o “desaprendimos”: el diálogo para la comprensión recíproca, la participación política en el marco del respeto institucional, el reconocimiento genuino a los nuevos derechos conquistados, la responsabilidad cívica que a cada actor de la democracia corresponde, la valoración de la paz y de la vida, por sobre los modos diversos de violencia.
Volvamos a discutir qué educación necesitamos para construir una sociedad que integre a todes sus miembres, con una inclusión efectiva, superando el mero discurso, promoviendo el bienestar general, evitando que cada tema potencie nuestras diferencias hasta llegar a enfrentamientos irreconciliables.
Aunque tenga mala prensa, sólo la educación abre los caminos del mundo.

(*) Abogada-ensayista. Autora de Ser mujer en política (2014) y Mujeres reales (2018).

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