Por Florencia Cecilia Muñoz(*) Pablo Sánchez Latorre (**)
“La crisis es la mejor bendición que puede sucederles a personas y países porque la crisis trae progresos”. Albert Einstein
En el actual contexto surgen histriónicos discursos con una fuerte retórica enclavada en la “crisis”. La pandemia, en forma palmaria, ha agudizado y visibilizado problemáticas históricas que denotan un Estado ausente y con estructuras burocráticas corroídas.
Es deseable que la política, como herramienta transformadora, piense sobre los mejores planes de vida que se puedan desarrollar en un Estado de derecho. Pero es sabido que la pérdida de calidad en las instituciones políticas ha demostrado ineficacia, por lo cual se han frustrado sus objetivos y otros no han sido considerados, lo que ha traído nefastas consecuencias sociales, económicas y culturales.
En los mejores casos, los gobiernos más serios han considerado la opinión de expertos para resolver problemas, cuanto menos, polémicos. Pero en general, es dable afirmar que la ciencia y los saberes técnicos han sido poco valorados a la hora de trazar las políticas públicas, máxime cuando éstas son de carácter preventivo.
En el actual escenario pandémico, para bien se ha asumido el rol fundamental de los científicos y los intelectuales para enfrentar el Covid-19, lo que ha generado en el colectivo social mayor empatía y solidaridad para con ellos.
Sin embargo, se trasluce paradójicamente la irritación social que causa una problemática de vieja data, relativa a los trabajadores de la salud e investigadores, actores fundamentales a la hora de enfrentar la crisis sanitaria. Lamentablemente, éstos se encuentran mal pagos y desprovistos de los insumos y condiciones mínimas de bioseguridad, e incluso en las regiones de las Américas trabajan en el mercado laboral informal.
Por otro lado, nos preguntamos si la comunidad internacional estaba advertida de que podría ocurrir una pandemia y, en su caso, cómo debían prepararse los Estados para afrontarla.
No es la primera vez que la humanidad se enfrenta a una enfermedad de tal magnitud. Tal es así que desde el siglo XVI se han padecido, en promedio, tres pandemias por siglo.
En tal sentido, resulta relevante remitirnos al estudio realizado por el Departamento de Ética, Comercio, Derechos Humanos y Legislación Sanitaria de la Organización Mundial de la Salud en el año 2007, denominado “Consideraciones éticas en el desarrollo de una respuesta de salud pública a la gripe pandémica”, el cual, sin poder precisar cuándo, advirtió de que necesariamente ocurriría otra pandemia y refirió expresamente: “Una nueva pandemia de gripe puede acarrear una carga significativa para la salud humana y conducir a una desorganización social y económica importante […] A la vista de estas posibles consecuencias, los países y la comunidad internacional deben prepararse para afrontar una pandemia y mitigar su impacto”.
No es el objeto de esta columna ratificar una crónica anunciada sino, por el contrario, destacar y poner sobre el tapete la urgente necesidad de que en adelante, en la construcción del nuevo orden global, los estudios y los resultados científicos ocupen un espacio prioritario para la toma de decisiones políticas.
A su vez, otra de las grandes deudas latinoamericanas radica en el vetusto paradigma económico impulsado por los Estados de la región, caracterizado tanto por la deficiente administración y la desigual distribución de sus recursos, como por la inadecuada definición de políticas económicas y modelos productivos sostenibles, en el que se ha insistido caprichosamente en la estimulación de actividades de bajo valor agregado y soslayado las inversiones e incentivos en investigación y desarrollo. Inversiones que, realizadas de manera estratégica, hubiesen morigerado las externalidades económicas y sanitarias de la coyuntura pandémica y evitado colocarnos en incómodos dilemas de valores, intereses y derechos.
En la misma dirección, se trasluce el agravamiento de un sistema educativo derruido producto de la improvisación política y la falta de previsión estratégica al momento de materializar hacia dónde y hacia quiénes destinar los fondos. La arquitectura del modelo educacional debería dirigirse hacia la compatibilización entre la oferta educativa y la demanda de factores productivos que responda a las actuales exigencias de un mercado cada vez más dinámico.
Desde otro vértice, existe un alto consenso en que la crisis educativa es, sin dudas, una crisis política. En consecuencia, se infiere que su infecunda calidad puede encontrar una de sus raíces en la precaria formación de los operadores políticos. Por ello, urge problematizar y rediscutir la idoneidad y la capacitación, tanto de la clase dirigente como de los miembros de los tres poderes del Estado.
Será un imperativo categórico de la política aprovechar la oportunidad que emerge de la actual crisis para aprender de la adversidad y de los errores. Anhelamos la práctica de una sana política que se encuentre al servicio de la sociedad y dé lugar a la construcción de un Estado más inteligente, que prepondere el rol de los intelectuales y científicos, transparente, horizontal, distributivo y que así garantice la armonía entre el ejercicio de los derechos individuales y los colectivos.
(*) Abogada
(**) Abogado, investigador y profesor de la UNC, UCC y UNdeC