Por Silverio E. Escudero
El 10 de diciembre de1983, tras la recuperación de la democracia, de la mano del presidente Raúl Ricardo Alfonsín, los argentinos nos embarcamos en una de las más apasionantes aventuras políticas que emprendió el hombre desde su aparición en la faz de la tierra, derrotar al autoritarismo. Tarea en que tuvimos -tenemos- como pueblo, como Nación y como Estado conductas dispares, habida cuenta de que en nuestro ADN cultural aparece, con rasgos destacados, un profundo desprecio por la ley y las instituciones creadas por la Constitución Nacional. Estigma del cual no escapa ninguno de los partidos políticos argentinos que tienen pelados los nudillos de tanto golpear la puerta de los cuarteles.
Ante ese cuadro que llama a la desazón y el desaliento aparecen en el horizonte figuras que, por su conducta y rectitud, avisan que otro horizonte es posible. Uno de esos hombres -que nada tenía de providencial, ni era un elegido de los dioses- fue Carlos Santiago Fayt quien, por su compromiso y coherencia, sufrió los agravios de una turbamulta que respondía a miserabilidades políticas, sin que interviniese –ni por distraimiento- el Instituto Nacional contra la Discriminación, Xenofobia y el Racismo (Inadi) en defensa del geronte.
¿En qué hechos fundaron su pretensión -arbitraria e ilegal- de abrir “un proceso investigativo” en el seno de la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados de la Nación para conocer cuál es su verdadero estado de salud mental y certificar si aún era idóneo para seguir en su cargo de ministro del máximo tribunal? Fuimos una vez más tras sus rastros para reclamar la verdad y procurar dilucidar tamaño intríngulis. Optaron, una vez más, protegerse esta vez con un ejército de secretarias y asesores (¿ñoquis?).
Sólo confirmamos que, según el Reglamento Interno de la Comisión de Juicio Político, en su artículo 7 titulado “De las Denuncias”, se establece: “La comisión carece de iniciativa para promover juicio político a los funcionarios y magistrados incluidos en el artículo 53 de la Constitución Nacional. El escrito en que se promueva juicio político no estará sujeto a ningún rigorismo formal. Sin perjuicio de ello se consideran requisitos esenciales: a) Nombre, apellido, domicilio, número de documento, edad, profesión del denunciante, o cargo público que ejerza, y cualquier otra circunstancia que sirva para apreciar la entidad de la denuncia; b) La relación circunstanciada de los hechos en que se funda, causal de juicio político que se invoca y cargos que se formulen; c) La indicación de las pruebas en que se sustente, debiendo acompañar toda la documental, mencionando su contenido y el lugar donde se encontraren los originales, para el caso de no disponerse materialmente de ellos”.
Remontemos vuelo con la gravedad y elegancia del águila y transitemos los senderos de la historia que lo vieron pasar. Derrocado Arturo Umberto Íllia y tras “la noche de los bastones largos” -29 de julio de 1966-, Fayt fue el primer docente en abandonar su cátedra en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, gesto-protesta que, por su trascendencia, causó la ira del ministro del Interior, el cordobés Enrique Martínez Paz, quien envió un fuerte contingente de la Policía Federal para cercar el domicilio del renunciante. Mientras que el ministro de Cultura y Educación, Carlos María Gelly y Obes, recién asumido, entró a sangre y fuego en las universidades nacionales. Sufrió de por vida los azotes de Carlos Fayt, por su atropello a las autonomías universitarias protegido por los bastones policiales.
La horda y sus mentores vociferaban frente al edificio de la Corte Suprema de la Nación acusando a Fayt de falta de compromiso para con la defensa la condición humana. Mucho antes que ellos estuvo en la trinchera. Así lo recuerdan los sobrevivientes del buque-cárcel Granaderos -un carguero en desuso de la Empresa Líneas Marítimas Argentinas (ELMA) anclado en la sección sexta de la dársena norte del puerto de la ciudad de Buenos Aires-.
Una mañana lo recibieron, sorprendidos, cantando la canción de la película Z, porque ese Enorme Hombre Pequeño, según la mirada estremecida de Ana Laura, mi compañera de siempre, protagonizó un hecho extraordinario en la historia de la política y el derecho argentino. Encabezó -de la mano de la ley- uno de los escasos allanamientos de prisiones militares de la historia, para denunciar las condiciones infrahumanas a las que estaban sometidos más de mil doscientos prisioneros políticos.
Prisioneros que, más tarde, cuando alcanzaron la libertad, fueron en su búsqueda para apretarse en un abrazo, único premio que se permitió recibir este monje laico que convoca nuestra memoria. Prisioneros, presos políticos que -seguramente- están dispuestos a dar testimonio de que lo que aquí se cuenta es verdad. También lo pueden hacer familiares y compañeros de María Antonia Berger -sobreviviente de la masacre de Trelew- a quien representó en un juicio en el que reclamaba por resarcimiento de los daños sufridos.
Defensa que muy pocos, demasiado pocos, se atrevían a asumir y que, como presidente de la Asociación (de Abogados de Buenos Aires), asumió porque entendió que su deber “es tutelar los fueros de la abogacía.”