Iósif Vissariónovich Dzhugashvilia, más conocido como Iósif Stalin o José Stalin, fue -dicen los viejos diccionarios biográficos- un revolucionario y dictador nacido en Georgia que ocupó el secretariado General del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética y fue presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética hasta su muerte.
En forma casi unánime se lo considera uno de los hombres más crueles y temerosos de la historia. Tenía horror a su propia muerte pero era su sumo sacerdote.
Ante el miedo a que lo asesinaran sospechaba de todos. Así, el servicio secreto soviético se veía obligado a montar alrededor de su persona cinco anillos de seguridad que eran una verdadera fortaleza.
La misma suerte corrió su núcleo más cercano sometido a investigaciones permanentes. Se cuentan por cientos las desapariciones de supuestos réprobos que, con sus familias, terminaron sus días en manicomios y/o prisioneros en los gulags que proliferaban en Siberia.
El largo brazo asesino del “Padre de las Naciones”, del “Brillante Genio de la Humanidad”, del “Gran Arquitecto del Comunismo” y “Jardinero de la Felicidad Humana” se extendió a lo largo y ancho del mundo. Un secretario General del Partido Comunista Argentino fue uno de sus sicarios predilectos.
Cesar Cervera, historiador español especializado en monarquías y modelos autoritarios de poder, afirma que Stalin usó todos los métodos a su alcance “para consolidar su poder y limpiar la disidencia trotskista y leninista de todos los órganos soviéticos. De los seis miembros del Politburó original -el máximo órgano de gobierno-, únicamente Stalin sobrevivió a su ascenso, mientras cuatro fueron ejecutados y Trotsky, desterrado, sería asesinado en México en 1940. A su vez, de los 1.966 delegados del XVII Congreso del Partido Comunista celebrado en 1934, 1.108 fueron arrestados y encarcelados para ser ejecutados, en la mayor parte de los casos.
Esta política de gulags también afectó al Ejército Rojo. Tres de los cinco mariscales; 13 de los 15 comandantes de ejércitos; ocho de los nueve almirantes; 50 de los 57 generales de los cuerpos de ejército; 154 de los 186 generales de división; todos los comisarios del ejército y 25 de los 28 comisarios de los cuerpos de ejército, de la Unión Soviética fueron juzgados y condenados por razones políticas. El resultado fue la disminución del poder operativo de las Fuerzas Armadas a cambio de un aumento de la fidelidad ideológica de cara a la inminente Segunda Guerra Mundial. Comandantes fanáticos, pero inexpertos”.
Esa estructura de muerte y terror fue fundamental para sostener su largo reinado sobre el comunismo mundial. Era un auténtico zar, quien -de vez en cuando- administraba un país acostumbrado a la escasez permanente.
Expertos en cuestiones rusas estiman que entre 20 millones y 40 millones de ucranianos, bielorrusos y georgianos fueron muertos por hambre e inanición. Nadie se atreve, sin embargo, a estimar las cifras de las muertes ocurridas en lo profundo de la Rusia asiática.
El hambre llevó a los rusos al canibalismo y a la antropofagia. Es un dato insoslayable a la hora de valorar al gobierno de Stalin.
Un horrorizado mensaje a la cancillería finesa nos exime de todo comentario: “Cada noche traen unos 250 cadáveres -escribe su cónsul en la ciudad de Jerkov- entre los que un número muy elevado no tiene hígado. Les ha sido quitado a través de un corte muy ancho. La policía acaba de atrapar a algunos ‘amputadores’ que confiesan que con esa carne confeccionaban un sucedáneo de pirozhki -una especie de empanada- que vendían inmediatamente en el mercado”.
Pese a la intervención policiaca, la práctica no decayó. Más aún, la receta que se universaliza en toda Ucrania y el resto de la Rusia Blanca.
Según organizaciones humanitarias desplegadas cuando el gobierno de Chechenia ordenó, entre 1991 y 1994, la expulsión de decenas de miles de rusos, ucranianos y armenios, hubo un sinfín de casos de canibalismo cuando el hambre apretaba y los camiones con suministros no llegaban.
Pero no sólo de matar rusos vivía el estalinismo. Alrededor de 200 mil esclavos acabaron su vida en las prisiones del régimen. Alexánder Solzhenitsyn, en Archipiélago Gulag, estimó en 66,7 millones de víctimas del régimen soviético entre 1917 y 1959. Esa cifra, como todas las aquí vertidas, está sujeta a revisión. Es difícil, aseguran los historiadores de la antigua Academia de Ciencias de la Unión Soviética, separar los muertos por hambrunas, desplazados, bajas militares, represaliados y exiliados.
Los autores de The road to terror: Stalin and the self-destruction of the bolsheviks, 1932-1939, con base en documentación oficial soviética, calculan que sólo en la denominada “gran purga” se vieron afectadas unos cuatro millones de personas, pero incluso aquí es complicado separar a los fusilados y asesinados en los interrogatorios de los que huyeron al extranjero o fueron enviados a regiones del norte.
Anne Applebaum, autora de Hambruna roja. La guerra de Stalin contra Ucrania (Debate, 2017), asevera: “Stalin fue el responsable. Tenía miedo de una contrarrevolución. Y se acordaba de que en la guerra civil hubo una revuelta de los campesinos ucranianos. Pero también hubo otros responsables: burócratas, líderes y militantes del Partido Comunista tanto dentro como fuera de Ucrania”.
Si la barbaridad fue intencionada o el asunto se le fue de las manos, es objeto de debate. Pero el objetivo de Stalin era doble. Por una parte, quería sujetar a Ucrania, atemorizando de hambre a su población para acabar con cualquier resistencia contrarrevolucionaria, pues Ucrania se había proclamado independiente durante la revolución de 1917. Stalin temía que los ucranianos sabotearan sus planes.
Por otra parte, había una meta económica. Rusia carecía de una divisa fuerte, así que Stalin pensaba financiar la inversión en maquinaria industrial exportando cereal: el cereal de Ucrania.
Todo empezó con la colectivización. Se puso en marcha el primer plan quinquenal como respuesta a la crisis de 1929. Se pretendía convertir a los campesinos en proletarios. Stalin también buscaba modernizar la industria. Las exportaciones de trigo pagarían la factura. “Pero el Estado no sabía cuánto grano tenían los campesinos. Sospechaba (correctamente) que escondían una parte. Estos debían renunciar a sus tierras y unirse a las granjas colectivas”, relata Applebaum.
Los campesinos, por su lado, veían el comunismo como una segunda esclavitud después de haber sido siervos del zar; y los más religiosos lo consideraban el anticristo. Hubo enfrentamientos atroces.
Los líderes soviéticos lanzaron una campaña propagandística contra los kulaks, los campesinos más prósperos. Comenzaron las expropiaciones de sus tierras y las deportaciones en masa, acusándolos de sabotaje. Unos 125.000 fueron enviados al gulag siberiano a partir de 1930.
“Con la demonización de los kulaks, los campesinos más pobres tenían a alguien a quien culpar del sufrimiento de sus familias. Stalin utilizó esa retórica en toda la Unión Soviética, también en las ciudades. Si la revolución comunista no estaba teniendo éxito, era por culpa de los kulaks”, explica Applebaum.
La cosecha de 1931 fue buena. La URSS obligó a Ucrania a entregar 42 por ciento de su producción. La siguiente cosecha fue catastrófica. “A finales de 1932, las estaciones de tren de Ucrania estaban ya abarrotadas de gente raquítica y andrajosa que mendigaba”, cuenta Anne Applebaum…
Resulta interesante, de vez en cuando, encontrarse con antiguos y “modernos” stalinistas, amantes de Putin, y prestar oído a sus argumentos explicando este periodo histórico tan particular de la Gran Madre Rusa.
Felicitaciones. Fantástico artículo
Excelente relato.
Felicitaciones.