Sin dudas, la educación es un instrumento fundamental para igualar a los miembros de una sociedad. Permite, también, la promoción social en serio. Asegurar el mismo grado de formación permite equiparar las oportunidades y, de ese modo, quien se esfuerza, dedica y preocupa, tendrá posibilidad de acceder a mejores bienes, cargos o empleos, con base en su capacidad e idoneidad, haciendo efectivo el mandato impuesto en el art. 16 de nuestra Constitución Nacional.
Por último pero no menos importante: no hay una democracia de calidad y un Estado de Derecho sin un mínimo nivel educativo de carácter universal. Por algo, las democracias y sociedad más estables son aquellas que tienen excelentes sistemas educativos.
Cuando empezó la pandemia se impuso el dilema salud versus economía; se trataba de mostrar que ambos extremos eran incompatibles. La realidad argentina y mundial demostró que ése era un falso dilema. Curiosamente, la educación quedó fuera de toda discusión. Parecía, de tal modo, que no era una opción. Sin embargo, sí lo fue, ya que de ese silencio y esa omisión surgían dos interpretaciones, a saber: que se iba a seguir promoviendo y defendiendo el derecho a estudiar o, por el contrario, se iba a limitar.
La realidad (que como diría el general, “es la única verdad”) demostró el triunfo de esa segunda alternativa. Escuelas y demás entidades educativas permanecieron cerradas. Es cierto que se impulsó la educación a distancia, recurriéndose al uso de la informática para continuar con cierta normalidad. Sin embargo, todos sabemos que ello es un complemento de la educación presencial y de ningún modo puede reemplazarla. A lo sumo, resulta un parche transitorio.
Lo cierto es que esta “nueva normalidad” de la educación se ha llevado adelante con el enorme esfuerzo de los docentes, un muy valorable esfuerzo que no ha sido acompañado por un reconocimiento real, sincero y alejado de la demagogia de ocasión. No reducimos esta consideración a lo económico, ya que los que se dedican a la educación con real vocación, anteponen a ese aspecto, otro tipo de valores como son el crecimiento intelectual, social y humano de los alumnos. La jerarquización de la profesión docente sigue siendo un tema tan declamado como pendiente. Igual que en muchas otras cuestiones educativas.
Tampoco se brindan las herramientas de apoyo necesarias para el proceso de enseñanza-aprendizaje. No se verifican resultados ni cómo poder mejorar la eficiencia en la transmisión del conocimiento. Se pide ser innovador, salir de la zona de confort a los estudiantes cuando desde la burocracia educativa se sigue, muchas veces, en el siglo XIX. Que a estas alturas, en un tema central como la educación no se tenga un concepto de mejora permanente e integral del proceso, francamente no se entiende.
Nos constan varios hechos, algunos en forma personal, que desde instancias de diseños de instrumentos de evaluación o similares, en la modalidad virtual, se ha tenido una actitud de “facilitar” la aprobación por sobre garantizar calidad en la evaluación. No poder llevar adelante exámenes, sino con determinada modalidad de preguntas, de selección múltiple con pocas opciones, no tomar asistencia a las clases virtuales, entre otras, son algunos ejemplos de esa tendencia a suavizarlo todo para aventar al mínimo posible el riesgo de alguna crítica o reclamo estudiantil.
Por otra parte, se disimulan y hasta niegan los límites de la modalidad virtual de enseñanza. Ya lo alertamos en su momento, en esta misma columna, sin que la situación haya cambiado en algo en nuestro medio. Las escuelas siguen cerradas y los alumnos, sin clases como deberían recibir. Sí, la preocupación parece centrarse en que todo termine a como dé lugar y, formalmente se pueda decir que el año lectivo ha concluido.
Hoy por hoy, todo parece tender a la apertura controlada en nuestra sociedad, salvo para estudiar. Pese a la presión de algunos padres, docentes y estudiantes, nadie se preocupó claramente de ver cómo se podía retomar cierta normalidad educativa, a fin de que no se afecte más de lo que ya está afectada la formación de los alumnos. Por el contrario, los gremios fueron uno de los principales opositores a que ello suceda, y los gobiernos acataron esta posición.
Es real que hay enormes problemas estructurales en las escuelas, riesgos en el transporte público, entre otros, que hacen muy difícil implementar la vuelta masiva a las clases presenciales. Pero en ocho meses nadie se puso a pensar como poder paliarlas, ni explorar alternativas. Se quedaron, egoístamente, con lo que mal que mal, no traía mayores problemas. Será porque se entiende que es “un gran despelote” (sic), tal como dijo, en otro acto de sincericidio brutal, el gobernador de Buenos Aires. Recordemos estas palabras de San Martín: “Para grandes hombres están diseñadas las grandes empresas”. A los de miras pequeñas, todo les queda grande, agregaríamos de nuestra parte.
En definitiva, el resultado de todo este desapego por la calidad educativa será una mayor desigualdad y estancamiento social. En el presente álgido que nos toca vivir, la imagen más triste, pero que define en forma cabal el por qué nos pasan no pocas cosas, es la de una sociedad donde los casinos e hipódromos se hallan abiertos y las escuelas, cerradas.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales