La travesía continúa. La tarea es ardua. El camino en busca del sistema métrico decimal es complejo por la enorme cantidad de enigmas que plantea. Los romanos se habían esforzado por imponer en su vasto imperio un sistema único de medidas cuyo patrón se custodiaba en el templo Cástor y Pólux, en el Capitolio.
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Los mercaderes y mercachifles –fieles seguidores de Mercurio, el dios del comercio, y los ladrones que se solazaban en trampear a su clientela y burlar a los inspectores del gobierno-, según Petronio, los discutían por imprecisos e ineficaces.
Preferían continuar con la tradición babilónica que, en 2.500 antes de nuestra era, creó un régimen de medidas y registraciones en extremo eficiente. Tan eficaz que permitió a los banqueros crear el primer sistema de préstamos bancarios de interés variable, que tuvo una enorme recepción en el mercado. Aunque la queja más común fueron los intereses excesivos y usurarios y la rudeza de los cobradores a la hora de recordar algún involuntario olvido del deudor.
Los edictos y decretos promulgados durante la Edad Media para ordenar el caos tuvieron el valor del papel mojado. Carlomagno y el papado lo intentaron a su modo. Los comerciantes de Roma cerraron sus puertas por casi 20 días ante la injerencia clerical en los negocios del César; es que la Iglesia -cuentan los cronistas de época-, no conforme con la recaudación del diezmo y el saco de la limosna, pretendía quedarse con la parte del león.
En Inglaterra, anota Luce Langevin, el problema de las pesas y medidas es complejo, dificultoso. Para medir las longitudes no sólo se empleaba la yarda sino también otras medidas como la ana inglesa (3 pies 9 pulgadas) y el ana de Flandes (2 pies y 3 pulgadas). De la yarda existían dos modelos oficiales: uno depositado en la Royal Society de Londres y el otro en el Ministerio de Hacienda, que diferían mucho entre sí, y el Estado no mostraba interés para superar las diferencias.
En la determinación de los pesos empleaban dos tipos de medidas según la naturaleza de los objetos. Los “pesos de Troy” servían para el oro, la plata, las piedras preciosas, los medicamentos y los granos. En cambio otros metales, la lana, la estopa, el cuero, los comestibles y el pan se pesaban con la libra denominada “avoir du poids”. Cien libras de Amsterdam o de París representaban 109,9 libras “avoir du poids” de Londres, 166 libras de Venecia y 146 de Roma.
No obstante las diferencias, la idea de la reforma y unificación del sistema de pesas y medidas maduraba. Las bases del sistema métrico decimal eran motivo de incesantes debates de la comunidad científica; discusión de la que participaban filósofos, economistas y teólogos. Éstos tratando de defender supuestos poderes mágicos o sagrados de los números, amenazando de muerte a la razón, encendiendo, a diestra y siniestra, piras con cierto tufillo sacramental y mucho de intimidación.
La necesidad de medidas universales, invariables y precisas correspondía “a las nuevas exigencias de la ciencia” y, en particular, de la física. Ésta, impulsada por Galileo, Descartes, Huygens y Newton, había tomado enorme impulso y constituía una verdadera ciencia. Era necesario que las unidades utilizadas por los físicos fueran exactamente definidas y rigurosamente constantes.
Tras los célebres trabajos del holandés Christiaan Huygens sobre los relojes y el isocronismo de las oscilaciones, los hombres de ciencia y los filósofos se convencieron de la necesidad de “tomar como unidad una magnitud constante y universal”, en vez de una magnitud arbitraria como podían ser las diferentes partes del cuerpo humano.
En 1670, Christopher Wren sugirió en la Sociedad Real de Londres que se tomara como unidad invariable la longitud marcada por el péndulo en el transcurso de medio segundo. En la misma fecha, el abate Picard, astrónomo de Lyon, célebre por su medición del arco de meridiano en Francia, determinaba la longitud del péndulo que con arreglo al cual “la longitud del péndulo que bate los segundos podría ser denominada rayo astronómico, cuya tercera parte constituiría el pie y su doble la toesa universal.”
La refutación llego casi de inmediato. El matemático y astrónomo francés Jean Richer, en la isla de Cayena, fue el primero en observar que la fuerza gravitacional no era la misma en todos los puntos de la Tierra. Anotando, de paso, que la oscilación del péndulo era más lenta que en París, deduciendo que se debía a que la isla se encontraba más lejos del centro de la Tierra. Ergo, el movimiento del péndulo de Richer que marcaba los segundos era más corto en el Ecuador que en París. Por lo tanto, esa unidad de medida perdía su carácter universal, a pesar de lo cual no se abandono la idea de utilizarla. Siempre fue complejo hacerle comprender los datos de la realidad al poder político que, por lo general, se muestra absurdo y abstruso.
Muchos hombres de ciencia -en el siglo XVIII- se mantuvieron fieles a la unidad de péndulo, entre ellos numerosos miembros de la Academia Real de Londres, Tomas Jefferson de Estados Unidos y el naturalista francés Charles-Marie de La Condamine. Éste, a quien la Academia había encargado la medición del meridiano en Perú en 1748 -una regla de bronce que tenía la longitud del péndulo que marcaba los segundos en Quito, que la fijó en una placa de mármol con la siguiente inscripción: “Ejemplar de una unidad natural. ¡Ojalá llegue a ser universal!”.