Por Silverio E. Escudero
Desde los tiempos primordiales, el hombre, que está dotado de espíritu crítico y aguda observación, ocupa la superficie de la Tierra para su propio beneficio, encontrando en su marcha otros hombres, otras comunidades con dioses, hábitos y costumbres diferentes, con quienes debió confraternizar o guerrear, antes de asociarse para sumar fuerzas y alcanzar la fortaleza necesaria para atenuar la furia de la naturaleza.
Viajeros como el historiador griego Herodoto y estrategas como Tucidides fueron los grandes precursores a la hora de analizar, en el marco de sus reflexiones filosóficas, el incipiente problema del urbanismo. Así, el general ateniense, autor de la Historia de la Guerra del Peloponeso, manifiesta su interés por lo urbano, al decir: “ (…) Porque así como a la ciudad que tiene quietud y seguridad le conviene no mudar las leyes y costumbres antiguas, así también a la ciudad que es apremiada y maltratada de otras le cumple inventar e imaginar cosas nuevas para defenderse; y ésta es la causa porque los atenienses, a causa de la mucha experiencia que tienen, procuran siempre novedades”.
Desde que Platón y Aristóteles estudiaron el concepto de la “magnitud óptima de la población” el hombre procuró establecer condiciones ideales para la conformación de una ciudad. Los filósofos griegos aseguran que en la ciudad-estado el hombre alcanzara el pleno desarrollo de sus capacidades virtuales para realizar su bien supremo. Creen que se alcanzaría el bienestar si la población era suficientemente numerosa para bastarse económicamente a sí misma y ser capaz de defenderse, pero no tan numerosa que no pudiera regirse por un gobierno constitucional.
Platón afirmó que las ciudades debían tener 5.040 ciudadanos porque ese número atiende a todas las necesidades de la política el gobierno y la guerra y “proporciona números para la guerra y la paz, para los negocios, para los impuestos y para la división de la tierra.”
Aristóteles es menos preciso sobre el número óptimo de población. Coincide con su antecesor en que si no se limita convenientemente la magnitud de la población, lleva irremediablemente a la pobreza, porque la tierra y la propiedad no pueden aumentar a la par de la población, lo que causa verdaderas hambrunas que han golpeado con dureza la conciencia de la humanidad. Ningún continente escapó a tamaño flagelo. África, Asia y América Latina tienen el penoso privilegio de ocupar la delantera en las estadísticas de la muerte.
El crecimiento poblacional depende de la política demográfica que adoptan los Estados. En Roma, desde los instantes mismos de su fundación, optó por una política expansionista, razón por la cual auspició la formación de familias con muchos para consolidar su poder al contar con ciudadanos aptos para la guerra y ejercer cargos en la administración del Estado.
Durante miles de años se temió sobre si eran escasos el número de nacimientos. Sin embargo, afirma el historiador y demógrafo francés George Minois, en ciertas épocas, regiones y países enteros “como la Europa de fines del siglo XIII y comienzos del XIV, se vieron confrontadas a un grave superpoblamiento -por cierto, relativo- que llevó a los teólogos a matizar sus posiciones. Las consideraciones morales sobre la castidad o la “superioridad de la virginidad” se sumaron asimismo a los debates, al igual que la licitud de las prácticas contraconceptivas. Por último, las prohibiciones bíblicas sobre el onanismo (el ‘Crimen de Onan’, derramando su semen sobre la tierra) pesaron durante mucho tiempo en las discusiones”.
Hace 40.000 años, con medio millón de habitantes sobre la Tierra, la amenaza de la superpoblación podía parecer muy lejana. Y, sin embargo -leemos en su reciente libro titulado Le poids du nombre-, los cazadores necesitaban un espacio vital que les asegurara su abastecimiento de caza: “De diez a veinticinco kilómetros cuadrados por persona, lo que limitaba seriamente el tamaño de cada grupo. Más allá de 25 a 50 personas viviendo exclusivamente de la caza y la recolección, el grupo se exponía a serias dificultades de abastecimiento. El superpoblamiento es en efecto una noción geométrica variable, estrechamente vinculada con los recursos disponibles. No obstante, su representación popular siempre es la de personas apretadas como sardinas en lata.”
Esta aproximación -parcial- a la demografía y al problema de la superpoblación no sería si olvidásemos de anotar los nombres de Thomas Robert Malthuss y los de los estadounidenses Paul y Anne Eherlich quienes, junto a Karl Marx y al brasileño Josué de Castro, ocupan el centro del debate poblacional moderno. Cinco poderosos teóricos que conforman un corpus de una solidez superlativa en el cual la fragmentación sería no sólo artificial sino, sobre todas las cosas, un intento destinado al fracaso.
Los grandes avances científicos, sobre todo en el campo de la medicina; el desarrollo de la industria y la organización social experimentados a partir del siglo XVII alentaron el crecimiento de la población mundial. Temas que, alguna vez, por estas latitudes, supo enseñarnos el profesor Roberto Miatello, fundador -en 1953- de la cátedra de Geografía Humana en el seno de la Escuela de Historia de la Facultad de Filosofía y Humanidades, un hito trascendente en la suma de “Los saberes sobre el territorio en el proceso de institucionalización de la Geografía en Córdoba (1878-1984)”, libro que trata de reconstruir este proceso que comienza a fines del siglo XIX y que se concreta recién a comienzos del siglo XXI.