lunes 25, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Brandt negocia en secreto con Alemania Oriental

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La Guerra Fría merecería un tratamiento especial en la historiografía del siglo XX. Fueron cientos, miles los esfuerzos de políticos y de organizaciones civiles presididas por hombres y mujeres de buena voluntad para tender puentes entre Oriente y Occidente y crear escenarios donde el diálogo fuese posible, dejando de lado ficciones, prejuicios, dogmatismos y vanidades personales.
Mirar por encima del Muro fue la consigna general. Más allá del largo inventario de las operaciones fallidas, queremos dejar constancia de esos esfuerzos que permanecen ocultos por los gobiernos, en procura de evitar que la población descubra que el “rey está desnudo”.
En esa trinchera, sumando esfuerzos pese a sus diferencias, forman entre muchos: Bertrand Russell, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Raymond Aron, Claude Lanzmann, Gisèle Halim, Elisabeth Badinter, las firmantes del Manifiesto de las 343, Yves Montand, Simone Signoret, Françoise Sagan, Jeanne Moreau, Tina Aumont, Costa-Gavras, Gérard Depardieu, Pablo Picasso, Germán Arciniega y algún que otro argentino, como el admirado Miguel Ángel Cárcano, sumaron esfuerzos. Derribando murallas y abriendo brechas que clausuraban la incomprensión de los medios de comunicación y el comportamiento por momentos erráticos de la dirigencia política.

En esta cita nos ocuparemos de un hecho excepcional acaecido entre el 9 y el 13 de mayo de 1966. El intendente municipal de Berlín Occidental asumió la iniciativa política y atravesó -en solitario- el muro que dividía la antigua capital alemana. Se trasladó a la ciudad de Karl Mark -Chemnitz- para discutir con dirigentes comunistas sobre el futuro del país. Gestión que resultó un éxito, habida cuenta de que se convino continuar conversando días después en la ciudad de Hannover, en el corazón de la República Federal Alemana, con una condición única: que se garantizara el acceso a las discusiones a la prensa, la radio y la televisión de ambos Estados, para evitar interpretaciones aviesas.
Cuando trascendió la aventura que había emprendido Willy Brandt se conmovieron todas las estructuras políticas de ambas Alemanias; despertaron de su siesta los gobiernos de Washington y Moscú. Londres pegó un salto; y se oyó el furibundo grito del general Charles de Gaulle, que amenazó con romper los acuerdos de administración del sector occidental de Alemania. Quizás porque temía que el diálogo informal comprometiera el futuro de Francia y se tratara la unidad alemana sin su consentimiento.
No había espacio para llegar a tanto. Brandt sabía de las limitaciones. Bastaba, esta vez, encontrarse cara a cara y abonar el proceso de “coexistencia” para limar las asperezas del pasado y evitar choques innecesarios e inútiles. En otras palabras, acabar con la Guerra Fría en esa ultrasensible región de Europa.
Los editoriales de los diarios reflejaban preocupación. ¿Qué hizo ese hombrecito de “pacotilla”, apostrofaba Le Fígaro; ¿Con qué autoridad?, se quejaban los escribas del Washington Post. Otros, más prudentes, buscaban entender las causas primeras de esa audaz maniobra que había llevado al alcalde a emprender su visita a la Baja Sajonia. ¿Enloqueció?, preguntaban otros.

Cuarenta días de negociaciones, de marchas y contramarchas, habían servido de marco a la visita. Muchos recordaron que en el mes de febrero de ese año de 1966 llegó a la sede del Partido Social Demócrata (SPD), en Dortmund, Alemania Federal, una carta de Walter Ulbrich, jefe de Partido Socialista Unificado (SDE) y presidente de Alemania Oriental. En la misiva, el líder comunista reiteraba su propuesta de debates sobre una agenda en común; esta vez el destinatario no la tiró al cesto de los papeles.
La respuesta fue bien recibida del otro lado. Exigía prudencia. Por esa razón sugirió que de los encuentros en Hannover participara el resto de los partidos políticos. Y envió su respuesta como “carta abierta”. La sorpresa creció el 26 de marzo cuando el Neues Dutschland -órgano oficial del SDE- publicó la carta de Brandt, siguiendo órdenes expresas del presidente Ulbricht, quien además comentó en un artículo: “Ha comenzado el diálogo entre los dos partidos obreros. Es necesario continuarlo.”. Y proponía, finalmente, efectuar dos reuniones: la primera en su propia casa, en la ciudad de Karl Marx; la otra en Essen.
“A las 8 de la mañana, de ese 26 de marzo, se agotó la edición del Neues Dutschland, que tenía una tirada de ochocientos mil ejemplares. A las 12, en el mercado negro, cada número se vendía a cincuenta veces su precio de tapa.”

Arthur Koestler -uno de los historiadores y periodistas más talentosos que haya fatigado las redacciones- recuerda que “los dirigentes comunistas se vieron obligados a despachar emisarios al interior de Alemania Oriental para calmar la avidez pública. Una abultada correspondencia fluyó hacia el Neues Dutschland, que debió habilitar una sección especial para publicarlas; esas cartas repetían viejas preguntas que no fueron divulgadas: ¿Cuándo podremos entrar en el Oeste? ¿Tendré el derecho de visitar el otro lado? ¿Demolerán el muro?
El diario respondió vigorosamente y dijo que el diálogo no significaba la apertura automática de las fronteras”.
Los correligionarios de Brandt no cabían en sí. Después del enojo, disputaban su abrazo. Los liberales fueron los primeros en felicitar a los socialdemócratas y trataron de prenderse del éxito. Brandt era dueño de la escena.
La historia lo espera.

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