A cierta altura de nuestras existencias se nos amontonan como joyeles en un cofre de suave forrado pensamientos de orígenes lejanos, pero con la suficiente entidad como para expresarse con aromas y con sabores
Por Carlos Ighina *
Cuando se requiere recordar el viejo poblado de Argüello siempre es placentero conversar con el doctor Edmundo Heredia, fuente de evocaciones guardadas en la mente de un niño tan inteligente como curioso, observador de su entorno, agradecido de esos años raigales, gozosamente confundido con la buena gente de entonces y consustanciado hasta la emoción con el candor del paisaje que supo contenerlo.
La evocación nos lleva a la frescura del agua recogida de los aljibes y Heredia nos dice: “Ahora pienso que tuve el privilegio de tener un aljibe en mi casa de la infancia y me ayuda a valorar el significado que tuvo aquella vida tan diferente de la de hoy. El agua de lluvia venía de los techos y corría por un caño que venía adosado a la pared y se introducía en la tierra para terminar en el interior del aljibe. Una soga o cadena colgaba de la roldana asegurada en el arco y sostenía un balde, al que había que largarlo fuerte para que no flotara y así se introdujera en el agua, hasta llenarse”.
Días en los cuales las miradas se perdían en el cielo, queriendo adivinar los secretos climatológicos, en aguardo del agua tan necesaria para las huertas y la salud de los frutales, de la bendición del riego que discurría como caricia a la rutina disciplinada de tanto trabajo con la cara inclinada hacia la tierra.
Volviendo al aljibe, Heredia memora: “Mi padre nos recordaba siempre que era el agua más pura, porque era de lluvia, venía del cielo, era incontaminada; no es posible imaginar agua más pura que esa, no necesitaba de productos químicos que la depuraran. Además de pura era fresca, porque estaba contenida bajo tierra, lejos del sol. Nos servía también para mantener frescas las bebidas, que las colocábamos sumergidas dentro del balde”.
Heredia se detiene asimismo en aquellos trabajos confiados a los niños, cuando la autoridad del padre, presencia responsable tanto en la cultura criolla como entre las familias gringas que se fueron arrimando al sector, era un reflejo de admiración y una seguridad de cariño.
En las quintas, en los potreros cercanos, en los mandados por huellas polvorientas, en el cuidado de los animales, en la recolección de frutos, todo ello sin olvidar la escuela, sacrosanta obligación que desvelaba a las madres y hacía fruncir el ceño de los padres.
Uno de esos trabajos también tenía que ver con el aljibe y Heredia lo incorpora al relatar: “Todos los años era conveniente vaciar el aljibe y lavar sus paredes.
Para eso eran necesarios los niños; nos metían colgados de la cuerda junto al balde. Era una tarea que tenía algo de aventura y hasta divertida, porque nuestras voces retumbaban en la pared circular y producían eco”.
A cierta altura de nuestras existencias se nos amontonan como joyeles en un cofre de suave forrado pensamientos de orígenes lejanos, pero con la suficiente entidad como para expresarse con aromas y con sabores.
Heredia torna al aljibe y murmura: “Aquel aljibe que ahora viene a mi memoria me hace pensar si aquella vida era más pura que la de hoy. Por lo menos el agua sí lo era”.
La Donato Álvarez le trae la devolución de la imagen de un hombre moreno, de cabellos hirsutos y de rasgos indudables que lo emparentaban con una estirpe ancestral. Un hombre que corría y corría, que corría de niño, que corría en una exultante juventud, que corría en una madurez plena y que corría en una veteranía llena de respeto y admiración. Se llamaba Gumersindo Gómez y era atleta, pero no un atleta cultivado en centros deportivos de altos rendimientos sino un hombre sencillo, amigo del trabajo, cordial vecino de ese Argüello de frescores y de trinos.
Su calzado no se correspondía con las grandes marcas, como las de hoy, que aparentemente nos ayudan a volar sobre el solado; no, eran fatigadas alpargatas o, en tiempos mejores, las novedosas zapatillas “Flecha”, ésas que le hacían prescindir de los pinchazos de los ripios. Allá iba, constante e ilusionado, por las sendas de Argüello, por las sombras de la avenida, por los terrenos todavía libres.
Se llamaba Gumersindo Gómez y era atleta, maratonista para más datos. Ése era su orgullo y ése era el motivo de una vida sana y pacífica.
Pronto los diarios de Córdoba, en particular en sus páginas deportivas, comenzaron a consignar el nombre de Gumersindo Leoncio Gómez, que trotaba con la modestia de sus renegridos cabellos al viento, con su tez cetrina humedecida por el sudor del esfuerzo y con sus pies firmes, seguros, anhelantes de una meta siempre presente.
De muy joven corría con la muchachada y de bien mayor también corría con la muchachada, enseñando, alentando, dando ejemplo.
En 1952, el rostro de Gumersindo sale sonriente, aferrado a una copa, como tapa de la revista “El Gráfico”, feliz ganador de la Maratón de los Barrios organizada por esa señera publicación deportiva por las calles de Buenos Aires.
En 1957 se consagra campeón nacional absoluto en Concepción del Uruguay, ante enjundiosos rivales que seguían una tradición maratonista relevante iniciada por Juan Carlos Zavala, en 1932, y continuada por Delfo Cabrea, en 1948, al clasificarse ambos campeones olímpicos en Berlín y Londres, respectivamente.
No serían éstos los únicos lauros del corredor de Argüello, incansable en sus derroteros por América y Europa.
Gumersindo Gómez iba y volvía, pero Argüello era su lugar en el mundo. Él también fue olímpico, en 1960, cuando las olimpiadas de Roma. En la plaza de San Pedro, junto a otros deportistas, recibió la bendición de Juan XXIII.
En la disputa de la maratón su desempeño fue más que digno, ya que ocupó el 15º lugar, aventajando así a la mayoría de un numeroso grupo de competidores de todas las naciones. La participación de Gómez adquiere mayor mérito si se tiene en cuenta que su función era la de apoyar a Osvaldo Suárez, el crédito argentino, quien finalmente se clasificó entre los diez primeros.
A su regreso de Roma, en octubre de 1960, compitió en el Campeonato Iberoamericano de Maratón, realizado en Santiago de Chile, obteniendo el segundo puesto, tras una destacada performance.
Un desgraciado accidente de tránsito ocurrido en Córdoba motivó que Gumersindo Gómez, el querido, destacado y modesto maratonista de Argüello, perdiese una pierna, justamente él que con el vigor de sus piernas se había ganado el afecto no sólo de su barrio, sino también del atletismo internacional. Vanos fueron los intentos en el viejo Hospital San Roque por salvarlo de la amputación y Córdoba toda sufrió su dolor.
El aljibe del agua fresca y el andar armonioso y enérgico de Gumersindo Gómez, dos recuerdos para cavilar en los memoriosos recovecos guardados por Edmundo Heredia en el verde universo de las emociones juveniles.
Y todo en Argüello, un Argüello sereno, límpido, con rumores de estación, con la transparencia del sol y la calidez del vecindario, con sonidos de guitarras bajo los aleros. Tranquilo como agua de pozo, sí como el agua mansa que puede apreciarse con sólo asomarse al brocal del aljibe.
Mientras tanto, en la oficina del telégrafo de la parada ferroviaria unos largos y finos dedos enviaban mensajes de palabras y pulsaban las cuerdas de una guitarra, en una alternancia de ritmos entre el tableteo del trabajo y la melodía de primas y bordonas. Era don Ranulfo Rodas, “cumpa” del Chango Rodríguez, don Edmundo Cartos y el Cabeza Colorada, longevo testigo del viejo Argüello hasta su edad de cien años.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera