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Albina Fontaine, nuestra asignatura pendiente

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Por Alicia Migliore (*)

“No están… ¡se fueron debajo del río! ¡No están!.. Lulú se fue abajo del río… ¡Susy corrió y cayó!.. ¡Viny también se fue!..” 

Eso se entendió entre los sollozos y el hipo que cortaban sus palabras. Benjamín estaba colorado, agitado, sudoroso, con la carita llena de mocos y lágrimas y sus pocas palabras congelaron, por un momento, a quienes lo escucharon. 

Se levantaron todos como movidos por una corriente eléctrica y, sin que ninguno diera una orden, corrieron hacia el río. Ninguno se detuvo por la incomodidad de sus ropas ni por el calor agobiante: mientras el sol de febrero caía como fuego sobre la costa del Suquía, Benjamín Apthorp Gould olvidó que pronto cumpliría 50 años y se lanzó a recorrer la vera del río, seguido de cerca por su esposa Mary Quincy Adams, sofocada por el calor y el corset, y perdiendo cintas y volados de la falda arremangada entre sus manos. Los jóvenes ingleses que los acompañaban en ese mediodía de verano en el campo, formaron parte de ese patrullaje desesperado e infructuoso. 

El pequeño mensajero no entendía las razones de la agitación de todos ni los gritos alterados cuando encontraron los sombreros de paja y los vestidos de sus hermanas. El festejo de su cumpleaños aún no comenzaba. Todos lloraban y gritaban, Benjamín agregó a su miedo el miedo de los mayores y lloró con ellos.

Avisados de la emergencia en el Observatorio, se movilizaron en auxilio los amigos de Gould, el diputado Tristán Malbrán, el cónsul de Estados Unidos Dr. Green, quienes se sumaron  convocando a  voluntarios para rastrillar el río y su costa.

Antes del atardecer encontraron los cuerpos, arrastrados por una creciente sorpresiva desde la zona del actual puente Quince hasta la zona del puente Tablada.

El río las devolvió juntas, a Lulú, Susan y Viny; su institutriz que se arrojó vestida intentando rescatarlas de las aguas.

Las criaturas tenían 12 y 10 años y su niñera sólo 25. La tragedia no concluiría allí. El director del Observatorio se había radicado con su familia pocos años antes en la ciudad, y sus parientes y amigos residían en Boston, EEUU. A la desolación de la pérdida sumaban el dolor adicional de la soledad y el aislamiento en un país ajeno.

Ningún dolor adicional les fue ahorrado: la madre de las niñas, desgarrada, pedía que fueran sepultadas con quien tanto las había amado. Ella sentía que así sus hijas estarían más protegidas, ¡tan pequeñas!

Frente al avasallamiento de la muerte, todos nos volvemos un poco niños, buscamos esa cuota de magia y protección que querríamos dispensar a los nuestros porque nos preocupa, como reflejó el poeta, “qué solos se quedan los muertos”.

Mary, tan culta y dedicada a las ciencias exactas, reaccionaba apenas a los desplantes que la Córdoba monacal tenía reservados para alimentar su irremediable angustia.

Gould, quien había llorado desconsoladamente cuando encontraron los cuerpos, preguntándose en voz alta: “¿Qué le diremos a la madre?”, ahora sólo apretaba los dientes y cerraba los puños. Sus ojos brillaban de impotencia, escuchando la sentencia categórica: “Las niñas no pueden ser enterradas en el Cementerio de la ciudad. Es tierra santa y ellas no son católicas. La muchacha que las cuidaba, sí, es irlandesa y católica”.

Esa demanda que crecía con la movilidad en el mundo se resolvió en Córdoba en 1887 con la apertura del Cementerio de Disidentes al que, creativamente, se nominó “San Salvador”.

Mary no entendía y Gould no tenía explicaciones razonables para darle. Finalmente, Albina Fontaine (Viny) fue inhumada con honras religiosas en el panteón de la familia Cáceres, que cedió un lugar para ella. Las niñas, no. 

Para Lucretia y Susan su padre acondicionó un espacio en el parque del Observatorio, al final de un sendero de palmeras. En esa siesta tórrida de febrero, un puñado de amigos que participó de la ceremonia no comprendió el discurso con el cual Gould las despidió en su lengua materna, absolutamente conmocionado. Las tumbas quedaron cubiertas de flores.  El astrónomo mintió a sus parientes del exterior, informándoles que las niñas habían sido enterradas en un cementerio protestante de la ciudad. 

Los cronistas del Observatorio Astronómico de Córdoba, Minitti y Paolantonio, afirman que Gould trasladó los cuerpos de sus hijas y las sepultó definitivamente en el cementerio de Mt. Auburn, Boston, donde reposan con sus abuelos, el astrónomo, su esposa y otros parientes, con un monumento funerario de dos metros de altura, según información que les proporcionaron Guillermo Torres y Katleen LeMieux.

Desconocemos si Viny continúa en el cementerio San Jerónimo, pero consideramos importante rescatar este hecho por evidenciar, de manera descarnada, el dolor adicional que acarreaba la intransigencia o el fanatismo de una religión dominante.

Nuestro mundo evoluciona y en este siglo y medio transcurrido se avanza en el respeto y la inclusión, con mayor lentitud de la deseada.

La Constitución Nacional sostiene el culto católico como religión oficial y también garantiza la libertad de cultos. Antes, el presidente de la Nación debía ser católico, requisito que ha sido suprimido. No obstante ello, subsisten múltiples modos de violencia sorda o encubierta para quienes sostienen credos diferentes del oficial.

Continúa la discusión, increíblemente, sobre la enseñanza católica en las escuelas públicas, circunstancia que mereció fallo de la Corte Suprema hace poco tiempo. 

El fanatismo de cualquier sector conduce a hechos inverosímiles: la juventud descreída de la iglesia en la que fue incorporada, se sumerge en trámites complicados para lograr la apostasía y no ser considerado miembro de la feligresía.

Otros pugnan por retirar las imágenes religiosas de los espacios públicos, con el mismo empeño y pertinacia.

Pocos recuerdan la visión ecuménica de Juan XXIII, el Papa Bueno, tan desvalorizado como visionario y su mensaje de paz universal. 

Mientras el Comipaz se esmera en mostrar unidad en una visión humana que ponga en valor absoluto la bondad y el compromiso social, la sociedad mantiene pequeñas prácticas lapidarias para los disidentes.

Hace menos de 30 años debí escuchar, de personas con instrucción y representación política, que quienes no adscribían al catolicismo no sólo no eran creyentes sino que eran herejes. Sucedió en la discusión de la actual Constitución de la Provincia de Córdoba. Me sorprendió, porque había transcurrido un cuarto de siglo de mi función como catequista, cuando la oración indicada, ante el paso de un cortejo, era pedir descanso para las almas de los “fieles” difuntos. 

Mi madurez había suprimido hacía tiempo la palabra entrecomillada, aunque mantuviera la costumbre ancestral de desear reposo en paz. Azorada, en cambio, me dejó en aquella ocasión la conducta del representante del Arzobispado, que sólo logró fortalecerme en mi conducta de respeto y aceptación.

Ha cambiado mucho la concepción social sobre la muerte: cada vez los ritos son más despojados; pocos se empeñan en mantener las diferencias económicas que tuvieron en vida; han caído en desuso los grandes monumentos mortuorios y panteones, y muchos de ellos exhiben la franja de intimación municipal por falta de pago debido a que los herederos no acuerdan cómo enfrentar los costos.  

Mi preocupación central es otra: la normativa impide que alguien sea discriminado por sus creencias religiosas y que esté obligado a declararla. Pese a ello, cuando alguien muere, el obituario lo categoriza, aunque no lo solicite.

Creo que se trata de una violencia adicional: que el ateo, agnóstico o perteneciente a cualquier otro credo sea rotulado en su aviso fúnebre cuando ya no está en condición de expresarse, es extremo y aberrante. Debe suprimirse esa práctica.


(*) Abogada. Ensayista. Autora del libro Ser mujer en política.

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