Por Patricia Coppola*
El peruano Manuel Scorza tal vez sea el escritor latinoamericano que mejor ha relatado y caracterizado a los protagonistas de una de las tantas causas perdidas de nuestra región.
Scorza se inscribe en la tradición literaria del realismo mágico, en la que lo insólito se presenta como algo cotidiano. Cinco libros -o “cantares”- componen La guerra silenciosa, texto en el que narra las rebeliones de las comunidades campesinas de los Andes Centrales del Perú para recuperar sus tierras usurpadas.
Francisco Montenegro, uno de los personajes arquetípicos, juez de primera instancia de Yanahuanca, había impuesto su voluntad por encima de la ley durante sus 30 años como magistrado. A la honorable autoridad le encantaba el sobrenombre de “doctor”. Y ¡ay de aquel que cometiera la imprudencia de llamarlo por su nombre! Si había alguien que se considerase benevolente, ése era el juez Montenegro.
El perdón que concedía después de las faltas cometidas por los parroquianos era motivo de celebración pública. La apoteosis del jubileo sucedía cuando el “agraviado”, el juez, acariciaba al autor de la “insolencia”. Como si fuera un padre lleno de ternura y misericordia.
En otra oportunidad, cuando el juez se enteró de que había cartas que cuestionaban sus procedimientos, le ordenó al jefe de correos, que él mismo había designado, que no entregara más las cartas. De esa manera la gente dejó de enterarse del fallecimiento de familiares o del nacimiento de los nietos y nietas. Se ignoraba lo que tramaban los políticos del mundo y los riesgos de guerra. Gracias a la benevolencia del doctor, se ignoraron los males del planeta.
Si había alguien que se considerara imparcial, ése era el juez Montenegro. Tenía una suerte increíble. Una vez que se realizó un sorteo de 10 carneros, cuando salió el primer número, el juez impugnó el resultado porque el ganador era pariente -lejano- de quienes organizaban la rifa. ¡Muy bien por el doctor! ¡Eso es justicia! A partir de ese momento, los 10 números que salieron los tenía el juez. Y bueno, él no tenía la culpa de que le tocara ser “juez y parte” en el sorteo.
Los hechos en el realismo mágico son reales pero tienen una connotación fantástica. El narrador, impasible, no ofrece explicaciones sobre los acontecimientos insólitos: es “normal” que el juez Montenegro sea arbitrario, falsamente benevolente y que ignore cualquier rasgo de imparcialidad.
Hasta aquí la ficción de Manuel Scorza en La guerra silenciosa. En el mundo real nadie discute, por consi derarlos principios de justicia de perogrullo, que los jueces deben ser independientes del poder de turno, imparciales respecto a los intereses en juego, que deben estar capacitados en las materias en las que entienden, ser responsables institucionalmente, prudentes, diligentes, honestos y otras tantas cosas.
En el mundo real tampoco nadie proclamaría la independencia, la imparcialidad, la prudencia, la honestidad y esas yerbas, como las virtudes que ostenta la administración de justicia en general y muchos jueces en particular. La Corte Suprema, por su parte, agrava los problemas al hacer negocios palaciegos en vez de ocuparse de lo que le corresponde: sentenciar, dentro de su competencia, en los casos que le importan al país.
Es muy difícil pensar en la democracia con instituciones judiciales que poseen tan escasa legitimidad y confianza de la ciudadanía. Resulta peor cuando pretenden construir confianza a costa de perder buena parte de su legitimidad, por ejemplo, dictando sentencias para agradar a los medios de comunicación.
Como si se tratara de una narración del realismo mágico, se asiste de modo impasible a la descripción “normal” del funcionamiento de un Poder Judicial en el que la regla es la delegación de funciones, la lógica corporativa que se traduce, entre otras cosas, en salarios inmorales, en la crítica interna implacable a quien pretende “sacar los pies del plato” y se soporta, como si se tratara del mal tiempo, la existencia de familias o tribus judiciales preocupadas en perpetuar sus privilegios en vez de servir a la ciudadanía.
Admiro los mitos literarios por su capacidad explicativa pero a veces se convierten en una forma de impotencia. Por el contrario, “la guerra silenciosa” narrada por Manuel Scorza es vital y marcha hacia la lucidez: muestra que toda reivindicación justa es portadora del éxito aunque acabe en derrota, y que los empeños individuales adquieren sentido junto a los empeños colectivos.
Si alguien la considera una causa perdida la inacabada lucha por la democratización de la Justicia, pues bien, habría que recordar a James Stewart en Caballero sin espada, la vieja película de Frank Capra: “Las causas perdidas son las únicas por las que merece la pena luchar”.
(*) Integrante de la junta directiva del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (Inecip)