Por Armando S. Andruet (h)* twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia
De la misma forma que cuando Theodoro Adorno escribió la memorable tesis, al final de su ensayo La crítica de la cultura y la sociedad, en la que indicaba que “La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía”, estaba significando lo trágico que se había convertido el mundo después de semejantes abusos a la dignidad humana que habían ocurrido por el triunfo de la barbarie sobre la cultura.
Según pensamos, por los tiempos y circunstancias que corren hoy, estamos frente a escenarios diferentes aunque con consecuencias parecidas, sólo que la dialéctica no es ahora barbarie/cultura sino otra más ontológica a la naturaleza humana: salud/enfermedad. Además, siendo la salud del colectivo social y, con ello, la circunstancia de vulneración se multiplica en modo infinito.
Una cosa es saber -como lo sabemos- que cualquiera podrá enfermarse más gravemente que de coronavirus, pero otra diferente es pensar que la mayoría de los ciudadanos estamos expuestos al contagio, luego a la enfermedad y eventualmente a la muerte. Cuando la idea de ese ciclo se internaliza en las personas, la biografía de ellas se altera dramáticamente; además de toda la alteración que las circunstancias de contexto como tal ya imponen.
Es entonces un esfuerzo significativo hoy, cuando el mundo está atravesado desde hace dos meses con intensidad por la pandemia de la posmodernidad como es la generada por el coronavirus -SARS-CoV-2, causante de la enfermedad respiratoria Covid 19-, pensar por fuera de la dialéctica salud/enfermedad. Hacerlo es un auténtico desafío moral y, por ello, al igual que en nuestro aporte del día 4/3/2020, reiteramos el tema con otro foco y además con un mundo – sanitariamente hablando- más complicado aún.
Huelga señalar que a todos nosotros, vinculados historial y culturalmente con Europa, lo de China sin duda nos preocupó de muy buena manera, pero nuestro europeísmo hizo disparar todas las alarmas cuando en las tres últimas semanas conocimos fundamentalmente el estado sanitario de Italia y España.
En realidad hay un tema que es central, por el cual hay que protegerse de la enfermedad, que se vincula con evitar el colapso del sistema sanitario nacional, tal como aconteció en Italia en la región de Lombardia, donde el sistema de salud está muy bien catalogado, sin embargo fue insuficiente; y en Madrid, donde el sistema sanitario está siendo sometido a su máxima capacidad
aunque con riesgo próximo de fractura.
Por ello celebramos que el objetivo central en nuestro país se haya puesto en que el sistema de salud pueda sortear la prueba de esfuerzo que le ha impuesto inclementemente el virus.
Unas simples ecuaciones aritméticas permiten hacer las estimaciones gravísimas que se puedan pensar, si la circulación del virus no se controla.
Por lo pronto hay que decir que, para controlar la circulación del virus, las medidas relacionadas con la clausura social y laboral de las personas, junto a un cuidado de los enfermos en períodos de contagio, la hermeticidad de ciudades parcial o total es el único camino probado con resultados positivos. Para ello, a más de una realización draconiana y severa, se necesita un sistema de relación mando-obediencia que no está claramente asumida en la sociedad argentina; prueba de ello es que hoy existen policías apostados en domicilios particulares custodiando a ciudadanos que han violado su cuarentena.
Sin duda que la clausura de las ciudades tiene costos directos intermedios; mas a mediano y largo plazos habrán de ser elevados. Sin embargo, no asumirlos implicaría dejar a la intemperie un número elevadísimo de personas, quienes quedarían abandonadas por el sistema sanitario y, con ello, a corto, mediano y largo plazos, los costos serían infinitamente mayores que haber puesto toda la energía en evitar que el virus circule; y ello sólo es posible cuando son las personas quienes no deambulan. Aplica aquí la sentencia de Séneca “querer curarse es parte
de la curación”.
Pero pensamos en la hipótesis más crítica, que ha llevado a Italia y España a los índices de propagación y muertes tan elevados. Estos países han dejado -por imprevisión, ahorro de dinero o lo que sea- que el sistema sanitario se sature. Una cosa es tener una estadística de cuántas personas pueden ser atendidas en una unidad de terapia intensiva (UTI) y otra es que se presente ese número multiplicado por tres en el mismo día.
Naturalmente, no hay respuesta sanitaria posible y entonces habrá que saber muy bien a quién se atiende con esfuerzo recuperativo y quién es materialmente retirado de esa opción terapéutica, sea por sus años, por su historial sanitario o alguna otra razón. Ello es lo que impone -aunque triste sea decirlo- una situación catastrófica sanitaria que lleva a tomar medidas propias de desastre por sus mismas consecuencias sanitarias.
Entre ellas la dicha, que resulta ser una combinación de los principios bioéticos de beneficencia y de justicia, que fue inaugurada por el médico militar de la corte de Napoleón,
Dominique-Jean Larrey, formulado respecto a los soldados heridos en las batallas. Con el tiempo se mejoró el método, que es conocido en la jerga médica como el triaje -con distintas versiones operativas-, que no es otra cosa que el orden prelativo por el cual, según la gravedad y el estado sanitario del enfermo, se orienta con rapidez quién debe ser atendido primero hasta alcanzar, por descarte, quien no podrá ser atendido -no por mero abandono- sino por el mayor requerimiento de recursos humanos críticos en situaciones críticas, como bien puede ser una guerra, un terremoto o, también, una pandemia.
En este caso, la enfermedad ha sido la “catástrofe” que se ha producido con consecuencias sanitarias insospechadas, que la han convertido en un auténtico “desastre”, lo cual acontece cuando la demanda de servicio médico -esto es médicos, enfermeras, paramédicos, insumos hospitalarios, reactivos, instalaciones de UTI, aparatología adecuada para insuficiencia respiratoria, etcétera- está requerida en el doble o más del total de la oferta sanitaria disponible.
O sea, si existen “n” camas de UTI, que las camas requeridas sean el doble muestra que
no hay capacidad de contención. De igual modo, saber qué cantidad de aparatos de ventilación pulmonar hay disponibles como capacidad instalada, y no dudamos que también debe ser muy inferior a los casos que se pueden presentar en una pandemia con circulación libre de virus. La regla epidemiológica en esta crisis es 80/15/5, y está demostrado que es titánico que un sistema sanitario pueda sobrellevarla por largos períodos.
Cualquier sistema de salud está previsto para la enfermedad de un porcentaje reducido de la sociedad; luego entonces, es fácil que colapse y, por ello, la reclusión autoimpuesta en unos u obligatoria en otros parece ser el mejor camino a transitar. Sin generar alarma alguna sino sólo poniendo datos reales, remito a la entrevista que le hizo al Dr. Christian Salaroli el diario Corriere della Sera el pasado 9/3/20, en la cual el párrafo menos grave dice lo siguiente: “No se imaginan lo que está pasando aquí. Elegimos a quién tratar y quién no, según la edad y las condiciones de salud.
Como en todas las situaciones de guerra”.
Por último destaco -siguiendo al gran historiador H. Spangenberg- que no son las fechas las que dicen los cambios de época sino las crisis y la existencia de conflictos amenazadores.
Ellos marcan los puntos culminantes. Por eso es que me atrevo a señalar que la presente pandemia es determinante para lo distinto que será el mundo después de ella.