Por Patricia Coppola (*)
En general, la mayoría de nuestros actos, sean voluntarios o no, acarrea consecuencias de algún tipo. Pienso que los abogados y abogadas no toman debida nota del modo como el ejercicio de la profesión repercute de forma negativa en la vida social.
Estamos rodeados de abogados y abogadas que ejercen diferentes funciones: profesores/as, jueces/zas, litigantes, burócratas o doctrinarios/as pero todos/as comparten una matriz cultural constituida por un conjunto de hábitos de trabajo y ciertas creencias, rutinas y valoraciones. Esta matriz cultural que moldea a los abogados y abogadas se ha ido conformando históricamente por la práctica de la abogacía cualquiera sea el lugar en que se desempeñe.
No hace falta aclarar que esta “cultura de los abogados” no goza del prestigio que por alguna extraña ceguera quienes la conforman creen poseer. La sociedad, con buenas razones, les adjudica a los letrados y a su trabajo una serie de males cuyas consecuencias no parecen registrar: no contribuyen a solucionar los conflictos sociales, por el contrario, muchas veces los provocan, ponen de manifiesto la debilidad institucional y gran parte de las perversiones de nuestro sistema político.
Deberíamos preguntarnos la razón de los defectos de la cultura jurídica, más allá de la desidia, la costumbre y el conservadurismo que les son propios, y si es posible modificarla.
Es claro que tales males no son un fenómeno meteorológico sino la reproducción de las prácticas nefastas de la abogacía que se enseña en nuestras escuelas de leyes y se manifiestan en la administración de justicia y en la interacción viciosa entre la cultura jurídica y la cultura política.
La enseñanza tradicional del derecho se refiere básicamente al mero saber forense, sin ningún poder explicativo: aprendemos la naturaleza jurídica de los contratos, de las sociedades, a recitar artículos de memoria, y los estudiantes deben soportar la soberbia de los profesores y profesoras que se sienten miembros de alguna casta privilegiada que a las vacaciones les llama feria y a las hojas, fojas.
Resulta excepcional encontrarse con profesores o profesoras preparados para transmitir una visión del derecho capaz de gestionar los conflictos sociales; de dar una visión realista de lo que sucede en los tribunales, y mucho más excepcional aún, capaces de entusiasmar a los estudiantes con la posibilidad de modificar el actual estado de cosas.
A su vez, resulta extraño que los abogados quienes asumen importantes críticas a la administración de justicia, se refieren a ella como si no formaran parte y no colaboraran abiertamente a su descrédito. Al mismo tiempo que se quejan de problemas endémicos, tienen una autopercepción de su trabajo como si pertenecieran a otra galaxia: se jactan de sus erudición y subestiman los reclamos como si no tuvieran nada que ver, siempre se saludan como felicitándose (no se sabe de qué) y, a pesar de que la Asamblea del año XIII en nuestro país abolió los títulos de nobleza, firman sus escritos refiriéndose a los jueces como “Su Señoría, “Vuestra Excelencia” y se despiden pidiéndole a dios que los guarde.
Las virtudes asociadas a los jueces, la independencia y la neutralidad han pasado a ser parte del discurso judicial del establishment, no como algo que hay que defender con prácticas efectivas sino como si gozaran de tales virtudes por la gracia divina. Parece que no toman nota de la obvia distancia que existe entre el derecho de los “señores” y el derecho de los marginados de siempre y de los atropellos del poder. Esta falta de registro no es una actitud ingenua sino que, mediante mecanismos incluso menos visibles -como la falta de transparencia de la cultura del trámite y su lenguaje incomprensible-, los abogados y abogadas construyen y esconden sus privilegios y colaboran con los vicios de la política y del menos democrático de los poderes del Estado.
¿Acaso este estado de cosas es imposible de modificar? ¿Hay que soportarlo como si se tratara del mal tiempo? En ese sentido, existen muchos abogados y abogadas que invierten sus conocimientos, su tiempo y sus energías para tratar de reformar las prácticas de esta “cultura jurídica”. Hay conocimientos técnicos, hay perspectiva crítica y militante y capacidad de trabajo.
Si no tomamos nota del modo como los abogados y abogadas contribuimos a consolidar la corrupción, el descrédito de la justicia y la degradación institucional, o somos torpes o, lo que es peor, somos cómplices de las desgracias que denunciamos.
(*) Integrante de la junta directiva del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (Inecip)