La salud mental de las infancias «se garantiza con el pan y con las rosas»

La doctora en Psicología Débora Imhoff citó el conocido poema de James Oppenheim para ilustrar los desafíos en materia de derechos y salud mental que atraviesa está población en el país. Una reflexión necesaria frente a los altos índices de pobreza y desamparo

Reflexionar sobre el Día de las Infancias que se conmemoró ayer domingo 21 implica algo más profundo que simplemente la fecha comercial .

Significa poder pensar con relación a los derechos de una población vulnerable , que necesita de ámbitos de bienestar para su desarrollo.

En esta dirección se orientó el diálogo entre Comercio y Justicia y Débora Imhoff, doctora en Psicología e investigadora del Conicet.

Una conversación que estuvo atravesada por la trágica noticia de la menor de edad que se descompensó en un colegio de Buenos Aires debido a deficiencias nutricionales y que falleció poco tiempo después.

En un contexto complejo cuyas problemáticas avanzan al ritmo de la pobreza y la crisis económica, la académica delineó algunas aristas de un debate posible.

Pensar las infancias implica también pensar en sus derechos, ¿qué puede aportar el campo de la salud mental en esta articulación, dadas las condiciones actuales de crisis económica y de pobreza que atraviesa el país?

La salud mental no es algo que sucede en abstracto ni en un vacío social. Se articula a las condiciones de la época, a las condiciones materiales y concretas de existencia. Sin derechos, no hay salud mental. Y los derechos tampoco son una abstracción. Si bien Argentina cuenta con una legislación que protege ampliamente los derechos de las infancias, eso sólo se garantiza en la letra. Tenemos un marco formal de garantía de derechos, pero eso no es la vida real de nuestros chicos y chicas. Si nos remitimos a los datos, vemos que la mayoría de los chicos y chicas de Argentina viven en condiciones de pobreza (según datos oficiales, más de la mitad), sin garantía de consecución de sus derechos. Los derechos funcionan muy deficitariamente porque lo hacen en el marco de una profunda desigualdad social . El mero hecho de tener derechos no es real si no existen condiciones materiales, objetivas, para ejercer esos derechos.

¿De qué nos sirve decir que nuestros chicos y chicas tienen derecho a la educación, si no pueden estudiar realmente porque van con hambre a la escuela? ¿Qué valor tiene proclamar los derechos de las infancias si, en un país que produce alimentos, nuestros chicas y chicas se mueren de hambre? No somos un país que esté produciendo comida para su pueblo y, menos aún, que esté garantizando que ningún pibe pase hambre.

Dada este contexto ¿es posible, entonces, pensar una articulación entre infancias, derechos y salud mental?

Si tomamos la definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS) -que, por supuesto, podríamos criticar y complejizar-, la salud mental podría entenderse como “un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”. Ahí aparece la noción de bienestar, y entonces vale preguntarse qué sería el bienestar en la infancia . ¿Cómo garantizamos el bienestar de chicos y chicas? Lo garantizamos con condiciones de vida dignas, en un entorno que los proteja, que los cuide, que otorgue las condiciones para su desarrollo pleno e integral, donde no sufran violencias, donde no pasen hambre ni frío, donde tengan garantizadas las necesidades básicas, la educación, la salud; pero donde también puedan acceder a bienes culturales, al juego, al cine, al teatro. La desigualdad es tan alta, tan estructural y tan sostenida en el tiempo, que nos hemos ido acostumbrando a bajar la vara . Cuando el poema (de James Oppenheim) dice “dennos pan, pero también rosas” está hablando de eso, de que no sólo queremos subsistir , también queremos poder disfrutar de la vida, y para nuestras infancias yo no espero menos que eso. La salud mental de nuestros chicos se garantiza con ambas condiciones: con el pan y también con las rosas . Sabemos, por ejemplo, la importancia que posee el juego en el desarrollo infantil, y también sabemos que hay muchos chicos y chicas que ya no juegan, que tienen que salir a trabajar y no pueden jugar. No hay desarrollo integral posible así, ni tampoco salud mental.

Además, esa definición de la OMS liga la salud mental al bienestar, y ahí a mí me gusta problematizarlo un poquito más y recuperar la noción del buen vivir, en contraposición al bienestar. El buen vivir es una noción que proviene de los pueblos originarios y que postula que yo no puedo vivir bien, si los otros viven mal , inscribiendo esa idea en un horizonte de equidad. Nuestras infancias no viven una realidad equitativa. Viven una realidad profundamente desigualdad, cruel y violenta. Yo no puedo vivir bien, si nuestros chicos y chicas viven mal. Nadie debería poder vivir bien conociendo esa realidad. En ese punto, es la salud mental de todos y todas la que está comprometida .

Además de la pobreza ¿qué otros factores actuales ponen en riesgo los derechos de niños y niñas, considerando las investigaciones que ha realizado al respecto?

La violencia machista es uno de esos factores. En nuestro país, según datos de Unicef, cinco de cada 10 niñas y uno de cada 10 niños puede ser víctima de abuso sexual infantil . Por eso, subrayamos la importancia de garantizar educación sexual integral en las escuelas, para dar herramientas a las infancias con relación a estos temas. También son víctimas de los femicidios vinculados y, de forma indirecta, de los femicidios y los suicidios femicidas.

Otro factor se relaciona con una realidad que nos cuesta mucho mirar como sociedad . Las infancias pobres trabajan, y lo hacen sin un marco de derechos, en la informalidad, en la clandestinidad, en la más completa exclusión y vulnerabilidad, y con un Estado que mira para otro lado porque nuestro anhelo es que el trabajo infantil no exista. Pues, hasta que construyamos un mundo más justo, hay que hacerse cargo de que hay infancias que trabajan, y generar dispositivos para proteger los derechos de esos chicos.

Un último aspecto que me gustaría subrayar es que la matriz adultocéntrica en la cual nos movemos también aleja a las infancias de poder detentar sus derechos. Los niños y niñas son vistos como preciudadanos, como ciudadanos a futuro, no en tiempo presente, y eso restringe fuertemente sus posibilidades de ejercer sus derechos. Las infancias están excluidas de la vida democrática real, se encuentran en un lugar de subalteridad, donde el poder, donde las cosas importantes de la sociedad las decidimos las personas adultas, y donde ellos están desposeídos de poder, no participan de la construcción de lo público, y no se pueden involucrar activamente en la toma de decisiones ni siquiera de los aspectos que les interesan o marcan sus vidas. En este ordenamiento los niños y niñas no poseen un rol protagónico, sino marginal y accesorio.

El sistema político las pone en el lugar de preciudadanos, y no prevé dispositivos para su involucramiento real (tomemos como ejemplo los parlamentos nacionales infantiles, que son espacios en los cuales los chicos y chicas simulan ser diputados o senadores, pero que no suponen un involucramiento vinculante de las infancias, no deciden de verdad nada). Así, la institucionalidad democrática sitúa a las infancias por fuera, en el afuera de la política , en el afuera de la construcción democrática. Van a ser ciudadanos a futuro. No son protagonistas, no pueden participar realmente. Lo máximo que encontramos son experiencias de simulacros que generan una fuerte desilusión porque cuando yo invito -por ejemplo en la escuela- a hacer una asamblea o una votación donde no decidimos nada vinculante, o elijo un delegado o delegada de curso que no tiene ningún poder ni influencia real en lo que pasa en la escuela, lo que estoy enseñando es que la acción política no da frutos, no es efectiva.