Por Marcos A. Sequeira.
La lectura de la excelente nota del Dr. Gonzalo H. Perelló titulada “El dolo eventual circula por las calles de Córdoba”, publicada en la Edición de Comercio y Justicia del pasado día 27, me motivó a escribir estas breves líneas. En primer lugar, quiero manifestar, desde mi humildísimo lugar, la total coincidencia con todo lo allí expresado (1). Le asiste razón al autor cuando manifiesta: “(…) la decisión sobre si un sujeto será imputado a título de dolo eventual o culpa con representación no puede ser adoptada en forma antojadiza o guiada por la conmoción social que provocó determinado hecho” (2). También es cierto que “(…) existe una dificultad para definir teóricamente el dolo eventual. Hay diversas opiniones doctrinarias y jurisprudenciales relacionadas con éste. Esta indefinición puede, a su vez, ser un resquicio por el cual se cuela uno de los mayores peligros del derecho penal, como lo es la arbitrariedad (…). Su sentido y alcance debe manejarse con suma prudencia y cuidado pues, en definitiva, este instituto no se encuentra expresamente previsto en nuestro sistema normativo. Es una construcción dogmática que ensancha el ámbito de aplicación del derecho penal o el ámbito de enfoque de tipos penales graves, ampliando el ámbito de responsabilidad penal de cualquier ciudadano, lo que lo sitúa en una contradicción con el principio de legalidad penal de raigambre constitucional (…) no existe un concepto unitario ni acuerdo en los requisitos que exige este elemento subjetivo del tipo (…)”. Sin embargo, vale la pena recordar que la Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene acuñada, desde épocas antiguas, doctrina orientada a evitar la arbitrariedad (3).
El recordar esta doctrina de nuestro Tribunal cimero en las notas al pie de página no tiene otro propósito que subrayar algo que también es obvio: el juez no puede dictar sentencia de acuerdo con “lo que se le pase por la cabeza” ni prescindiendo de los criterios antes mencionados. La “presión social” o la “difusión pública” no deben turbar su sentencia, so consecuencia de que esta sea declarada arbitraria y -por lo tanto- nula. Del mismo modo, puede llegar a ser muy cierto que “Muchas veces parece que el dolo eventual no está en la mente del imputado sino en la cabeza del fiscal que adscribe o imputa un dolo según su propia discreción o como producto de una presión mediática en busca de una sanción ejemplificadora”. Empero, si eso sucede, no debería siquiera llegarse a una sentencia de condena pues los límites que tiene el Juez no son extraños a la tarea del Ministerio Público Fiscal. Ergo, lo que suceda en la “cabeza” del fiscal deberá ser rechazado por el tribunal.
Esto me lleva a otra conclusión: la circunstancia de que el dolo eventual “(…) no se encuentra expresamente previsto en nuestro sistema normativo (…)” no ampara a quien intente “presumir” su existencia (4). De ninguna manera es aceptable que se trate de una “(…) cuestión aleatoria o echada a la suerte de que se mencionen o no en el proceso estas palabras mágicas que parecen dotar de mayor justicia a la causa”. Desde esa base y retomando los criterios rectores que deben guiar al juez que dicta la sentencia, la diferencia entre dolo y culpa es muy clara en nuestra legislación. Sobre todo, en lo que al caso “Amoedo” se refiere. Reza el artículo 84 bis del Código Penal: “Será reprimido con prisión de dos (2) a cinco (5) años e inhabilitación especial, en su caso, por cinco (5) a diez (10) años el que por la conducción imprudente, negligente o antirreglamentaria de un vehículo con motor causare a otro la muerte”. Agrega a renglón seguido: “La pena será de prisión de tres (3) a seis (6) años, si se diera alguna de las circunstancias previstas en el párrafo anterior y el conductor se diere a la fuga o no intentase socorrer a la víctima siempre y cuando no incurriere en la conducta prevista en el artículo 106, o estuviese bajo los efectos de estupefacientes o con un nivel de alcoholemia igual o superior a quinientos (500) miligramos por litro de sangre en el caso de conductores de transporte público o un (1) gramo por litro de sangre en los demás casos, o estuviese conduciendo en exceso de velocidad de más de treinta (30) kilómetros por encima de la máxima permitida en el lugar del hecho, o si condujese estando inhabilitado para hacerlo por autoridad competente, o violare la señalización del semáforo o las señales de tránsito que indican el sentido de circulación vehicular o cuando se dieren las circunstancias previstas en el artículo 193 bis, o con culpa temeraria, o cuando fueren más de una las víctimas fatales”. A su turno, el artículo 106 de ese mismo ordenamiento establece: “El que pusiere en peligro la vida o la salud de otro, sea colocándolo en situación de desamparo, sea abandonando a su suerte a una persona incapaz de valerse y a la que deba mantener o cuidar o a la que el mismo autor haya incapacitado, será reprimido con prisión de 2 a 6 años. La pena será de reclusión o prisión de 3 a 10 años, si a consecuencia del abandono resultare grave daño en el cuerpo o en la salud de la víctima. Si ocurriere la muerte, la pena será de 5 a 15 años de reclusión o prisión”.
La norma se refiere a los términos “imprudente, negligente o antirreglamentaria”, que caracterizan la culpabilidad bajo la forma de la “culpa”. El agravamiento de la pena también se corresponde con la “culpa” (si se diera alguna de las circunstancias previstas en el párrafo anterior). La pregunta que corresponde realizar es si una persona que conduce alcoholizada y con metabolitos de cocaína en la sangre, por la banquina, que embiste y mata a dos personas y ocasiona lesiones graves a otras, puede ser imputada por “negligente”, o “imprudente” o por simplemente realizar una “conducta antirreglamentaria”. Estamos refiriéndonos a un individuo que se grabó tomando bebidas alcohólicas mientras conducía. A quien otra persona ya le había advertido que no podía conducir en el estado en que se encontraba. Se comentó que estaba intentando cambiar la goma de su auto con un palo de escoba. ¿Alguien puede llegar a creer que ese señor no se representó lo que podía llegar a suceder? ¿Es probable que no se haya representado en su psiquis de manera explícita el resultado lesivo? Ni que hablar de su indiferencia frente a los hechos: abandonar el escenario del accidente y no prestar auxilio a las víctimas.
Dolo directo no hay. Dolo indirecto, tampoco. Hay, en la más favorable de las interpretaciones, dolo eventual. O, mejor dicho, homicidio simple con dolo eventual. Más las lesiones graves con dolo eventual por las que se lo condenó. Sin embargo, corresponde reiterar que los interrogantes que plantea el Dr. Perelló en su nota pueden abrir un debate. Precisamente, para evitar que se suceda esta clase de situaciones, el mundo se encuentra en un proceso de profundos cambios de dogmas en el derecho penal (que, casi siempre, “llega” tarde). Aunque el tema al que me referiré tiene orígenes mucho más antiguos, es el atentado de las Torres Gemelas (11S) lo que alentó su desarrollo y aplicación.
Lo concreto es que las construcciones académicas existentes hasta ese momento siempre giraron en torno a la Teoría del Delito o Teoría de la Imputación, la cual, como todos conocemos, tiene a su vez diversas versiones. La predominante en nuestro país es la versión “finalista”, aunque algunas sentencias evidencian que la influencia del “causalismo” todavía vive entre nosotros.
Como sea, hoy es más claro que nunca la existencia de un derecho penal “cuasi simbólico”, estéril, en el que se sancionan leyes penales con el único propósito de hacer creer a la gente que, criminalizando y amenazando con penas severas los comportamientos desviados, se obtiene seguridad y sosiego (5).
La experiencia evidencia que ello es insuficiente y por ese, entre otros tantos motivos, la Justicia ha perdido credibilidad. Para superar este estado de situación, las teorías “clásicas” de la imputación vienen siendo sustituidas por otras teorías más modernas y efectivas. Así, se pasa de la Teoría del Delito a las Teorías de los Sistemas y, dentro de éstas últimas, a lo que se conoce como “funcionalismo”.
En ese orden de ideas, el análisis de las distintas teorías del pensamiento funcional sociológico ha repercutido en las diferentes ramas de las distintas áreas; hoy en día se habla de la influencia del funcionalismo como sistema en la educación, en la administración, en el derecho, entre otros. Lo cierto es que sea como se quiera ver, el funcionalismo ha contribuido favorablemente para el desarrollo de estas ciencias. Dentro del derecho y para ser más específico aún, dentro del derecho penal, las diferentes direcciones del funcionalismo estructural de Parsons y del funcionalismo sistémico de Luhmann(6) han desarrollado sorprendentemente el Derecho penal.
El pensamiento penal en los últimos tiempos evidencia el inicio de una tendencia “funcionalista” (7), cuyos expositores más prominentes son los profesores alemanes Claus Roxin (8) y Günter Jakobs (9).
El primero propicia un “funcionalismo moderado”, en tanto que el segundo se inclina por una versión más concluyente. La conocemos como “funcionalismo radical” (o “funcionalismo sistémico”), cuya expresión más nítida es la Teoría de la Imputación Objetiva. En sus dos “presentaciones”, estamos ante un cambio de paradigma al establecer que las categorías dogmáticas no pueden hacerse con base en una fundamentación ontológica del derecho (10).
El derecho penal debe reconducirse a finalidades de naturaleza preventivo-integradora, puesto que resulta imperativo restablecer la confianza entre los ciudadanos y reparar los efectos negativos que la violación de la norma produce para la estabilidad del sistema. Es cierto que el derecho penal no puede curar todos los males. Pero debe comenzar a brindarnos la posibilidad de vivir más dignamente.
No está bien que vivamos encerrados en nuestras viviendas y que los delincuentes se paseen en libertad por el mundo. No es correcto que alguien emplee un automóvil como un revólver. La vida, libertinamente, es inviable. O insufrible. Salvo que ese derecho penal se emplee con el propósito de asegurarnos mínimas expectativas. Las personas debemos tomar conciencia de qué esperar de nosotros mismos y de los demás, y así actuar sin tener que preocuparnos por la enorme complejidad del sistema actual. Nociones como sujeto, capacidad, capacidad de actuar, culpa, dolo, culpabilidad, etcétera pasan a ser valorados de manera diferente, cuando no directamente a perder su contenido.
En este esquema, la relación entre el autor del delito y el delito es innecesaria. Lo verdaderamente relevante es la “significación social” de la norma. Justamente, la teoría de la imputación objetiva a la que hicimos referencia se basa en roles. Dentro del entramado social hay roles “genéricos” (por ejemplo, el deber de auxilio), “especiales” (requieren de conocimientos especiales); roles “institucionales” (el deber alimentario de los padres para con sus hijos) y roles “en virtud de una organización” (conducción de un automóvil).
Lo esencial en el delito es que ocurra el “quebrantamiento del rol”. No todos responden de cualquier consecuencia lesiva que estén en condiciones de evitar. Sólo es responsable penalmente quien posee una posición de garantía. Quien se mantiene dentro de los límites de su rol no responde de un curso lesivo aun en el caso de que bien podía perfectamente evitarlo: los límites de los roles funcionan como límites de la responsabilidad.
Dentro de este esquema conceptual, deben considerarse cuatro supuestos:
1) Existe un riesgo permitido. No forma parte del rol de cualquier ciudadano eliminar todo riesgo de lesión de otro.
2) Existe un principio de confianza. Cuando el comportamiento de las personas se entrelaza, no forma parte del rol del ciudadano controlar de manera permanente a todos los demás; de otro modo, no sería posible la convivencia en sociedad.
3) Existe una prohibición de regreso. Un comportamiento que de modo estereotipado es inocuo no constituye participación en una organización no permitida. Una conducta puede perfectamente ser neutral.
4) Existe una competencia de la víctima. Puede que la configuración de un contacto social competa no sólo al autor sino también a la víctima (11).
Dicho en términos más sencillos, todo contacto social implica un riesgo. Manejar un auto, por sí solo, supone asumir ese riesgo. Pero todos aceptamos que es necesario asumir ese riesgo, ya que, de otro modo, los automóviles no podrían emplearse (principio del “riesgo permitido”).
Los conductores y transeúntes confiamos en que las demás personas o vehículos con los cuales seguramente nos entrecruzaremos conducirán cumpliendo con las normas de tránsito (“principio de confianza”), siéndonos además imposible que se nos pida ocuparnos de cuidar las conductas de los demás (principio de confianza): que no se conducirá si se está bajo el efecto de drogas, a altas velocidades, etcétera (de nuevo, “principio de confianza”).
Si un conductor sale a la ruta con su vehículo cero km, cumpliendo todas las normas de tránsito y demás exigencias, si aun así atropella a una persona y la lesiona, no habrá de endilgársele ninguna clase de responsabilidad penal (“prohibición de regreso”). Él cumplió con todas las exigencias de su rol; nada podrá reprochársele. Puede también que el conductor, cumpliendo con todo lo dicho, embista y mate a una persona que se tiró debajo de las ruedas de su auto, con el fin de suicidarse; supuesto en el cual, como indica la lógica, tampoco habrá de responsabilizárselo penalmente (principio de “competencia de la víctima”).
Ahora bien, si este buen señor que acaba de salir de la concesionaria con su vehículo cero km atropella y mata a otra persona porque los frenos de su automóvil no funcionaron correctamente, si bien a él no habrá de poder responsabilizársele, no sucederá lo mismo con la agencia que le vendió el automóvil (la agencia cumple un “rol de garante”). Será entonces la “concesionaria” la que deba responder penalmente. Ahora bien, si la concesionaria fue diligente, cumplió con todos los controles e igualmente el auto, como consecuencia de un mal funcionamiento, lesiona a una persona, quien deberá responder penalmente es la fábrica de automóviles pues, en este caso, la conducta de la concesionaria en “neutra”, mientras que la de la fábrica es relevante penalmente.
Luego de todas estas explicaciones, concluyo que, en la dogmática penal moderna, ya carece de interés “ingresar” en el pensamiento del conductor para revelar si actuó con culpa o con dolo. Bastará con verificar que transgredió el “riesgo permitido”. Se alejó, comprobada y ostensiblemente, de los deberes que por su rol de conductor le vienen impuestos normativamente y cometió un doble homicidio -más las lesiones-.
No interesa valorar, reitero, si “se representó” lo que podía suceder conduciendo, quebrantando todas las normas. ¿Cuál es el interés de la sociedad? Que se lo haga responder por tal conducta. Si eso no sucede, el mensaje que recibirá la sociedad será que la norma no es útil. Si se lo hace responder como es debido, la sociedad reafirmará la confianza en la norma.
En definitiva, la posición del Dr. Gustavo Arocena, a cargo de la Fiscalía en este penoso caso, reclama eso. Y el Tribunal, por unanimidad, lo receptó.
Entonces, el mensaje para todos nosotros, el que también recibirán nuestros hijos y nuestros nietos, es que conducir un automóvil que no se encuentra en perfectas condiciones de funcionamiento, o en estado de ebriedad, o bajo el efecto de alguna otra droga, puede llevarlo a cumplir una condena de 8 a 25 años. No una menor que le “asegure” la libertad antes, durante y después del proceso. ¿Qué quiere usted para sí mismo? ¿Para su familia? ¿Para toda la sociedad?
Notas
1) Expresa en consonancia con el Dr. Perelló el Dr. Adrián Tenca, que “(…) el dolo eventual es una creación dogmática en perjuicio del imputado, que importa la negación de todos los principios del derecho penal moderno y las más elementales garantías constitucionales, pues teniendo la estructura del tipo culposo se le aplica, haciendo una interpretación equívoca de lo que significa la política criminal, la pena del delito doloso”. Tenca, Adrián, “Dolo eventual”, Astrea, A. 2010, p. 251 y ss. No concuerdo con ello. La estructura que diferencia a los delitos culposos de los dolosos ha permanecido invariable desde que fueron concebidas. Lo único que se ha modificado -con el paso del causalismo al finalismo- es el reemplazo de la “culpabilidad dolosa” y la “culpabilidad culposa” por la “tipicidad dolosa” y la “tipicidad culposa”. Esto se explica porque en un principio el dolo y la culpa se ubicaron de la mano del causalismo como “elementos integrantes de la culpabilidad”. Luego, con el advenimiento del finalismo, estos elementos pasaron a integrar la “tipicidad”.
2) Como lo precisa Calamandrei, los jueces deben siempre ser imparciales, lo que supone que tienen el irrenunciable deber de actuar siempre con un estricto apego a la verdad. Ningún juez –es obvio- puede inventar “su” verdad, desde que ésta es objetiva (“Elogio de los Jueces”, de Piero Calamandrei, librería, “El Foro”, Buenos Aires, 1997, pág. 13). Del mismo modo, ningún Poder Judicial puede ser respetado si no “goza de un alto nivel institucional de independencia y sus miembros, considerados individualmente, está libre de presiones internas o externas cuando de tomar decisiones se trate. El precio que ese poder debe pagar es el de estar sometido a una observación cercana y pública continua”. (“Judicial Independence in the Age of Democracy”, Ed. Peter H. Russell y David M. O’Brien, University Press of Virginia, 2001, pág. 307).
3) El Máximo Tribunal ha decidido que, al momento de interpretar una norma, cualquiera sea su índole, debe tenerse primordialmente en cuenta su finalidad -Fallos: 305:1262; 322:1090; 330:2192; 344:1810-; toda vez que no es siempre método recomendable el atenerse estrictamente a las palabras de la ley, ya que el espíritu que la nutre ha de determinarse en procura de una aplicación racional, que elimine el riesgo de un formalismo paralizante -Fallos: 326:2095; 329:3666; 330:2093; 344:223-, dado que lo importante no es ceñirse a rígidas pautas gramaticales sino computar el significado profundo de las normas -Fallos: 344:2591-. En ese sentido, sostuvo que los magistrados al momento de juzgar no pueden dejar de evaluar la intención del legislador y el espíritu de la norma -Fallos: 323:3139-Es que, la interpretación de la ley debe practicarse teniendo en cuenta la finalidad perseguida por las normas -Fallos: 284:9-; indagando, por encima de lo que ellas parecen decir literalmente, lo que dicen jurídicamente -Fallos: 294:29-. Explicó que debe preferirse siempre la interpretación que favorezca a los fines que inspiran la ley y no la que los dificulte -Fallos: 326:3679; 330:2093; 344:223; 344:2513-. Así, indicó que, al interpretar una norma, es necesario indagar la ratio legis y el espíritu de esta, extremos que no deben ser obviados por posibles imperfecciones técnicas de la instrumentación legal, precisamente, para evitar la frustración de los objetivos del precepto legal -Fallos: 344:1539-. Ello ya que no es el espíritu de la ley el que debe subordinarse a las palabras sino éstas a aquél, máxime cuando aquella “ratio” se vincula con principios constitucionales que siempre han de prevalecer en la interpretación de las leyes -Fallos: 323:212-. La exégesis de la ley requiere la máxima prudencia, cuidando que no pueda llevar a la pérdida de un derecho, o el excesivo rigor de los razonamientos no desnaturalice el espíritu que ha inspirado su sanción -Fallos: 326:2390; 329:2890; 330:1356; 330:4713-, y por ello, resulte turbado el esclarecimiento de la verdad jurídica objetiva, pues ello resulta lesivo del adecuado servicio de justicia garantizado por el art. 18 de la Constitución Nacional -Fallos: 325:1845-.
4) Sequeira, Marcos, A. “Garantías Procesales en el Derecho Tributario”, 2° Edic., Ed. Mediterránea, A. 2012.
5) En una acepción que no difiere mucho de la sostenida por Winfried Hassemer, profesor de la Universidad de Frankfurt. Hassemer, Winfried, “Derecho Penal Simbólico y protección de Bienes Jurídicos”, en Varios Autores “Pena y Estado”, Santiago: Editorial Jurídica Conosur, 1995, pp. 23-36.
6) LUHMANN, Niklas; “El Derecho como sistema social”, en Teoría de Sistemas y Derecho Penal. Fundamentos y posibilidad de aplicación, Ara, Lima, 2007.
7) FEIJOÓ SÁNCHEZ, Bernardo; “¿Hacia una teoría sistémica o hacia una teoría intersubjetiva de la comunicación?”, en Teoría de Sistemas y Derecho Penal. Fundamentos y posibilidad de aplicación, Ara, Lima, 2007.
8) El funcionalismo de Roxin ha sido llamado moderado o político-criminal. Extrae los valores propios de un Estado social y democrático de Derecho (Arias, 2008). Ello supone una superación del “relativismo valorativo” neokantiano (Arias, 2006). El neokantismo, brevemente, introduce valoraciones axiológicas o valorativas a la dimensión formal de lo jurídico. Se trata, pues, de valores no inherentes al objeto de estudio, sino que inmutables y sujetos a los cambios culturales.
9) Jakobs, Günther, “Sociedad, norma, persona; en una teoría de un Derecho penal funcional”, traducida por Cancio Meliá y Bernardo Feijoó, en Cuadernos de conferencias y artículos Nº 13, Centro de Investigaciones de Derecho Penal y Filosofía del Derecho, Bogotá, 1996.
10) El funcionalismo trata de comprender y explicar las estructuras sociales, partiendo de la observación, análisis y estudio de las funciones que realizan las estructuras sociales dentro de la sociedad o en parte de ella. En suma, esta corriente toma como base que la sociedad es un “sistema” que se ha diferenciado para cumplir una “función” determinada. Dentro de este sistema convergen múltiples “subsistemas”, de entre los cuales aquí debe destacarse el Derecho. Este último debe buscar la estabilidad del sistema al cual pertenece, y para ello positiviza su código de comunicación binario, que es algo como: lo jurídico en contraposición de lo antijurídico. Pues bien, el objeto que persigue el Derecho penal en su interpretación funcional no es la protección de bienes jurídicos, sino el mantenimiento del sistema.
11) En términos consolidados de la actual teoría, siguiendo al desaparecido maestro Santiago Mir Puis: 1) la exclusión de los resultados imprevisibles se debe a que los mismos no pueden ser objetivamente desvalorados como antijurídicos porque el Derecho no puede razonablemente esperar ni siquiera de una persona prudente (baremo de la antijuridicidad), que evite aquello con lo que no pueda contar. 2) No sólo no son típicas las acciones que producen efectos imprevisibles, sino que tampoco lo son las que, aun siendo peligrosas, están cubiertas por un riesgo permitido. 3) Por ello, la inobservancia de la diligencia debida es un elemento del injusto típico no solo en los delitos imprudentes, sino también en los dolosos. 4) Además de la infracción del deber de diligencia y de la causación del resultado típico, el tipo requiere que el resultado sea precisamente uno de los que la norma quiere impedir (el fin de protección de la norma como criterio de imputación).
(*) Especialista en Derecho Penal Económico y Tributario. Docente de posgrado. Jurado externo de tesis de la Universidad de Buenos Aires