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La legítima defensa y el estado arousal

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Por Carlos R. Nayi. Abogado. 

En términos generales, la legítima defensa opera como una causal de justificación que pulveriza la antijuridicidad del acto típico. Ahora bien, cobra vital relevancia en el análisis de este instituto puntualizar que en el contexto de la Teoría del Delito, fruto de la creación doctrinal y cuyos cimientos se apoyan en preceptos legales, se debe partir siempre de la premisa de que en toda acción defensiva frente al injusto penal, dos protagonistas en el evento histórico dibujan el escenario que en cada caso el órgano judicial actuante deberá analizar a fin de determinar o no responsabilidades. En primer lugar, un sujeto activo, más concretamente un victimario que despliega la acción invasiva, y, desde otro costado, una víctima que puede sufrir las consecuencias del acto ilícito. En segundo lugar, debe existir tipicidad, más precisamente el específico encuadramiento de una determinada conducta humana al tipo penal y, finalmente, el tercer elemento de la Teoría del Delito es la antijuridicidad, pues no resulta suficiente que una conducta sea típica sino que además debe contrariar el ordenamiento jurídico y no puede estar resguardada por ninguna causal de justificación.

Finalmente, no debe perderse de vista el ingrediente de la culpabilidad, que aparece como característica que debe reunir el sujeto actuante en el despliegue de su actividad para posibilitar se genere una imputación a partir de la comisión de un hecho típicamente antijurídico. Efectuadas estas consideraciones preliminares, cuadra apuntar que dentro del concepto genérico de legítima defensa existen variantes que hacen desaparecer la antijuridicidad como el caso de la Legítima Defensa de buena fe o Putativa, que registra diferencias considerables con la legítima defensa privilegiada. En la legítima defensa putativa el peligro es imaginario y quien la ejerce actúa bajo los efectos de un error esencial de conocimiento francamente invencible, insuperable, en el que el sujeto en medio de un escenario de crisis necesita asumir una reacción inmediata, porque no se le puede exigir detenerse a indagar acerca de las verdaderas motivaciones que motorizan la actividad comportamental del agresor, antes de asumir una acción positiva en la que el primer escenario posible es defender la vida.

Elementales principios de sentido común, lógica, experiencia, psicología y prudencia demuestran que ninguna persona en el instante crucial de recibir una amenaza directa por parte de quien empuña un arma de fuego se detendrá a preguntarle a su atacante si ésta es operativa o no, si está cargada o no y cuáles son sus verdaderas intenciones, puesto que vacilar en esos cruciales segundos puede generar consecuencias fatales. Entonces, no resultará punible la conducta de quien en ejercicio de una defensa legítima obrando de buena fe se preserva frente a la amenaza propiciada por alguien que empuña un arma de fuego, aunque después se verifique que el agresor utilizó un arma no operativa o de juguete. Quien ejerce este tipo de defensa despliega una acción positiva que parte de una equivocada interpretación de una realidad existencial determinada, creyendo encontrarse en la necesidad de preservarse frente a un peligro que cree que existe, pero que en realidad es imaginario.

Resulta de toda necesidad precisar que, para que se reúnan los recaudos que exige esta figura, el agente debe obrar de buena fe, en la errónea idea de que un peligro lo acecha, acorralándolo y en esa inteligencia asume una reacción proporcionada a éste. Actúa conforme las previsiones de justificación y bajo el rol de sujeto activo de la acción que aparece como impostergable, escenario en el que se encuentra convencido en forma equivocada de que su proceder aparece adecuado a los límites de la legítima defensa.

En nuestro ordenamiento jurídico la legítima defensa putativa se configura entonces cuando el error es invencible, quedando excluida la responsabilidad penal del agente, puesto que cree ser víctima efectivamente de un ataque y además subjetivamente tiene el convencimiento de que resulta de toda necesidad preservarse y defenderse.

Es que ante una situación de peligro real o imaginario, a nivel neuropsicológico el cerebro comienza a funcionar de manera diferente y se coloca en estado de alerta, también conocido por los especialistas como estado “arousal”, en el que se produce la activación fisiológica del organismo, generándose respuestas de activación primaria, en el que el estado de alerta se activa frente a un estímulo muy relevante, atractivo, novedoso o ante una situación de peligro cualquiera sea ésta, sin poder distinguir el sujeto claramente cuál es la situación de peligro o cuál es el estímulo que lo despierta específicamente, desde que el resto de las funciones cognitivas como la atención selectiva memoria, capacidad de procesar emociones se ven diezmadas por el nivel de riesgo que se enfrenta en una determinada situación.

Diferente es el caso de la legítima defensa privilegiada que se verifica cuando concurren situaciones fácticas vinculadas a la habitación, la nocturnidad y el escalamiento, lo que posiciona al autor del hecho frente al peligro que lo asecha, ocupando un lugar de privilegio de acuerdo con la modalidad del ataque. El privilegio se da por cuanto la persona se encuentra en su lugar íntimo, como lo es su casa, totalmente desprevenido y en desventaja, ocupando un lugar preponderante la “posibilidad de peligro”.

El privilegio tiene lugar cuando el mecanismo está dispuesto de modo tal que funcione solamente de noche y contra quienes penetren con escalamiento o fractura y siempre y cuando la penetración en sí misma implique un peligro para las personas o la propiedad. La situación de privilegio descripta por la norma en el art. 34 no sólo hace referencia a las condiciones psíquicas y físicas que generan el encontrarse dentro de su hogar sino también a lo material, es decir el apego que desarrolla el ser humano con sus pertenencias. En la percepción y en la conciencia del sujeto -entonces- de que se genera un cuadro de situación en el que cuando alguien irrumpe en la morada, no sólo se activan los mecanismos neuropsicológicos mencionados con anterioridad, sino que se ponen en juego otras nociones vinculadas a la defensa de lo familiar, jugando un rol preponderante lo personal, lo social y lo patrimonial.

El individuo que ataca desde la acción defensiva lo hace intentando repeler la acción de un tercero, quien pretende ingresar sobre seguro a la vivienda, avasallando el privilegio de la víctima, devenido finalmente en victimario. Desde la conceptualización contenida en nuestra ley fondal, a partir de la doctrina y jurisprudencia podemos encontrar diversas alternativas respecto de la noción de legítima defensa, entre las que se enrolan la legítima defensa putativa y la privilegiada. De todas maneras, la legítima defensa más allá de los baremos que utilice el órgano judicial actuante para abordar el tratamiento de una u otra bajo determinada situación, debe entendérsela como una herramienta indispensable para salvaguardar la vida y procurar garantizar la convivencia social, pero de ninguna manera debe considerársela un derecho ilimitado sino que deben respetarse determinados recaudos objetivos y subjetivos, a fin de evitar el exceso o bien acciones abiertamente criminales. Jamás debe olvidarse que el derecho de intervención derivado de la legítima defensa que le corresponde al agresor y la evaluación de los sucesos en lo que respecta a las causales de justificación exige se realice ex ante y no ex post.

 

“En nuestro ordenamiento jurídico, la legítima defensa putativa se configura cuando el error es invencible, quedando excluida la responsabilidad penal del agente, puesto que cree ser víctima efectivamente de un ataque y, además, subjetivamente tiene el convencimiento de que resulta de toda necesidad preservarse y defenderse”

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