Por Ismael Arce. Licenciado en Historia
Desde tiempos inmemoriales, en el derecho romano existía una institución jurídica mediante la cual se establecían entre dos personas las mismas relaciones a que daban origen las “justas nupcias” entre el jefe de familia y un hijo: la adopción.
La lex romana reconocía dos tipos de adopción; la “adrogatio” cuando recae sobre una persona capaz (“sui iuris”) y la adopción propiamente dicha, cuando se realizaba sobre un incapaz (“alieni iuris”).
La primera de las modalidades adoptivas requería formalidades especiales y rigurosas porque sus consecuencias en la vida política y religiosa eran sumamente importantes. El Estado se veía involucrado porque una familia se modificaba, desaparecía, etcétera y la religión, por cuanto las mismas consecuencias podían afectar a un culto privado.
Las mujeres, que no participaban de la vida política de la “civitas”, no podían adrogar ni ser adrogadas. Hubo que aguardar hasta el siglo III de nuestra era para que, por una constitución de Diocleciano del año 286, las mujeres pudieran ser adrogadas.
Sin olvidar que el adrogado era un mayor de edad y con plena capacidad, el cambio en su estado filiatorio lo colocaba (a él, a su esposa y a sus hijos) bajo la patria potestad del adrogante y sólo conservaba un parentesco secundario con su familia de sangre, cuyo culto privado abandonaba, pasando a profesar el culto de su nueva familia y recibía el nombre de esa “gens”.
Estas características de la institución tornaban necesario el consentimiento expreso del adrogado. Asimismo, debido a que el fundamento de la adrogatio era lograr artificialmente la continuación de una familia que no pudiera perpetuarse naturalmente, el adrogante debía tener –por lo menos- 60 años de edad y carecer de hijos varones o de la posibilidad de tenerlos. A su vez, el adrogante debía tener una posición social y económica superior al adrogado y estaba prohibida la adrogatio de más de una persona.
Mucho más simple y, por ello mismo, más comúnmente practicada, era la adopción propiamente dicha. En ella, la persona que se adopta es un incapaz o alieni iuris.
El origen de la adopción es menos antiguo que la adrogatio y se ubica en la interpretación de una disposición contenida en la Ley de las XII Tablas que establecía que el padre que vendía tres veces perdía sobre éste la patria potestas.
Quien quería dar a su hijo en adopción, concurría junto al adoptante por ante el pretor (en Roma) o el gobernador (en las provincias) y se lo vendía tres veces. Después de las dos primeras ventas se manumitía al hijo y, luego de la tercera, el adoptante reivindicaba como propio al filius, lo que no era contradicho por el padre biológico.
Justiniano simplificó notoriamente las formalidades, bastando desde entonces la declaración conjunta de padre biológico y adoptante por ante el magistrado. No se requería el consentimiento del hijo, bastando que el mismo no se opusiera a ser adoptado.
Como las mujeres no podían ser titulares de la patria potestad, tampoco podían adoptar, aunque sí ser adoptadas, a diferencia de la adrogatio, que sólo podía recaer sobre varones.
Esta distinción marca una profunda diferenciación entre la adrogación y la adopción: la primera busca perpetuar una familia; la adopción pretende procurarse hijos, lo que en la sociedad romana no era una nimiedad.
En los primeros tiempos sólo se requería que el adoptante fuera mayor que el adoptado y tuviera, al menos, dieciocho años de edad. Con Justiniano se exigió que hubiera entre ambos una diferencia de edad no menor a dieciocho años y que el adoptante no estuviese físicamente impedido de procrear. La edad del adoptado no revestía importancia, siendo usual la adopción de personas de corta edad. No se requería que el adoptante no tuviese hijos biológicos.
El efecto normal de la adopción era la salida del hijo adoptivo de su familia original, con la que perdía los vínculos de agnación, entrando en la familia del adoptante. El adoptado tomaba el nombre del adoptante.
Los dos sistemas conllevaban ciertos riesgos, pero con la adopción propiamente dicha, el adoptado podía verse afectado por una doble posibilidad de pérdida de derechos hereditarios. Al ser adoptado, como lógica consecuencia de la ruptura de los vínculos con su familia de origen, perdía los derechos a la herencia que podrían haberle correspondido en su gens de sangre, pero también si el padre adoptivo lo emancipaba, perdía también las posibilidades sucesorias en la familia de éste.
En el año 530, le cupo al gran Justiniano y sus juristas introducir una reforma para evitar o aminorar esos riesgos.
En efecto, como era del gusto romano, el gran legislador y recopilador, clasificó la adopción en “adoptio minus plena” y “adoptio plena”. La primera ocurría cuando el adoptante era un extraño, sin vínculo de parentesco con el adoptado. En ese caso, la autoridad paterna del padre originario no se extinguía y, por consiguiente, el filius no cambiaba de familia, adquiriendo solamente derechos a la herencia “ab intestato” de su padre adoptivo. Al no conferir derecho de patria potestad, se permitió a las mujeres adoptar de esta manera.
La adoptio plena acontecía cuando el adoptante era un ascendiente del adoptado. En este caso se mantenían los antiguos efectos de la adopción clásica, por lo que el filius se desligaba totalmente de la familia de origen para pasar a la nueva, lo cual no traía perjuicios irreparables pues la nueva familia tenía vinculación con la antigua.
Muchas son las adopciones famosas producidas a lo largo de los siglos en la historia de Roma. Cayo Julio César adoptó a Bruto y Octavio porque no tuvo hijos varones. Octavio fue su heredero político por la causal suprema de indignidad en la que incurrió Cayo Bruto; nada menos que quitarle la vida.
Octavio Augusto, al no tener hijos varones y la pérdida de su yerno y nietos, adoptó para que le sucediera a Tiberio, etc. La adopción y posterior asociación al trono imperial fue casi una constante hasta la caída del Imperio de Occidente en el año 476.
Curiosamente, el emperador Marco Aurelio, gran gobernante y mejor filósofo fue uno de los muy pocos gobernantes que pudo ser sucedido por un hijo de sangre: Cómodo. Pero la triste experiencia que hubo de vivir Roma durante su reinado no justificó su asesinato por su círculo íntimo y la Guardia Pretoriana sino que sirvió de sostén institucional para la tendencia política y familiar de “adoptar y asociar” al trono a quien sería sucesor imperial y no prestaba conformidad a la heredabilidad de la corona.
En el derecho argentino, la adopción está referida a la institución que los romanos conocieron como adopción propiamente dicha. A semejanza del derecho romano, la ley argentina consagra una adopción plena, que crea en el adoptado una filiación que sustituye la de origen; y una adopción simple, que si bien confiere al adoptado la situación jurídica de hijo legítimo del adoptante, no crea vínculo alguno de parentesco entre aquél y la familia de sangre de éste, salvo los efectos expresamente establecidos por la legislación.
Nuestra introducción histórica tiene como finalidad preparar el camino para el lanzamiento de una suerte de hipótesis relacionada con lo jurídico, lo histórico, el rol de la familia y su importancia con respecto a la criminalidad (concebida ésta como uno de los factores que “atemorizan” a la hora de adoptar).
Creemos que existe una estrecha relación entre la educación, el rol de los padres y la familia y la delincuencia. La falta de límites, la escasa presencia de los padres, una figura paterna sin autoridad o ausente sin más, son elementos que contribuyen a la formación de una personalidad en la que existe una cierta tendencia al conflicto con la autoridad y, por ende, con la ley (esa ley que el padre del psicoanálisis encarnaba en la figura del padre) pero que llevada al ámbito de la convivencia social, puede traducirse en actitudes ilegales, delincuenciales.
Aclarando que no existen absolutos en esta cuestión (como casi en ninguna otra), nuestra hipótesis se refiere no solamente a ese aspecto sino que tiende a resaltar el papel, el rol, la importancia de la adopción, también en esta materia.
Sin perder de vista que toda relación filial está determinada e influenciada por múltiples factores, a lo largo de más de 20 años en el fuero Penal, durante los cuales hemos tomado conocimiento, contacto y entablado relaciones humanas con cientos de personas (imputados de distintos delitos, sus familiares, etcétera), en una sola de esas causas penales el acusado era hijo adoptivo.
Lo dicho no implica que unos padres sean mejores que otros ni que eduquen mejor a sus hijos, etcétera., etcétera. Sin embargo, podemos advertir que en nuestro tiempo, donde la tecnología y la ciencia se han puesto –como nunca antes- al servicio del ansiado logro de la paternidad; época de dificultades económicas; de contextos sociales convulsionados por adicciones y otros preocupantes flagelos; de Estados más o menos atentos a la problemática de la minoridad; de sistemas administrativos y judiciales de mayor o menor complejidad y accesibilidad, la adopción atraviesa –como institución jurídica y fenómeno humano y cultural- una profunda crisis.
Crisis que, creemos, no reconoce precedentes en nuestra sociedad. Dificultades, ansiedades, temores, posibilidades tecnológicas antes inexistentes, ignorancia, entre otros factores, coadyuvan para que esa milenaria institución jurídica prácticamente languidezca entre nosotros.
Algo mágico, sublime, casi una emanación del amor infinito de Dios, se produce en el hecho de ser padres. Y la adopción es otra manera de que ese amor casi inexplicable, inconmensurable, sin límites, llegue a aquellas personas que por diversos motivos o, quizás por propia decisión, no han podido concebir sus hijos.
Pero más allá de los sentimientos de los padres no debemos perder de vista que, en nuestro tiempo, la adopción debe pensarse como un acto de amor, sí, pero en dos sentidos. Es el acto amoroso por el que los padres “ahíjan” a otra persona y esa otra persona, convierte a esos adultos nada menos que en sus padres, estableciendo con ellos una relación y un vínculo imprescindible para un desarrollo positivo de su personalidad y el logro de la felicidad (o al menos la posibilidad de alcanzarla).
La “estadística” criminal que hemos puesto en consideración no es, lógicamente, absoluta ni definitiva pero es un elemento más, de los tantos que existen, en favor de la adopción. Porque adoptar es, ni más ni menos, un sublime acto de amor que comienza en los adultos y, en poco tiempo, se enriquece y magnifica –alcanzando su más maravillosa plenitud- con el amor que el niño o joven adoptado brinda a sus padres.
Padres e hijos que, a diferencia de los vínculos biológicos, se han relacionado por una forma de elección. Elección de ser padres, de dar amor, de alguien a quien amar, conjugadas con ese deseo irrefrenable de los más pequeños de ser cuidados, amados, acompañados. Elección que se hace cara a cara, día a día, en las noches sin dormir, en las fiebres, en el llanto, en la lastimadura, en las primeras lágrimas por amor. Si existe una institución jurídica que ha contribuido a complementar la labor de la naturaleza, esa es la adopción.
Perdámosle el miedo, superemos las trabas y las angustias, olvidemos las esperas y los trámites, adoptar bien vale la pena y la vida de cada uno nos lo agradecerá.
“Creemos que existe una estrecha relación entre la educación, el rol de los padres y la familia y la delincuencia. La falta de límites es uno de los elementos que contribuyen a la formación de una personalidad en la que existe una cierta tendencia al conflicto con la autoridad y, por ende, con la ley”