
Por Carlos R. Nayi (*)
Por estos días, el Poder Ejecutivo Nacional ha anunciado algunos proyectos que durante el año legislativo serán debatidos y que guardan relación con la eliminación del femicidio como agravante de la figura básica del homicidio y que fue incorporada al Código Penal en el art. 80, inc. 11, a partir de la sanción de la ley 26791, publicada en el Boletín Oficial el 14 de diciembre de 2012.
La pretensión del Ejecutivo importa un grave atentado a los principios de progresividad y no regresividad, verificándose una inocultable violación a convenciones internacionales que, a partir del año 1994, tienen jerarquía constitucional.
Lo que se expresa registra claro respaldo en distintos documentos como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y la Convención Americana sobre Derechos Humanos o el Pacto de San José de Costa Rica, el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, así como en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Los derechos humanos no pueden disminuir sino que deben progresar de manera constante y gradual, contexto en el cual el legislador no puede emitir actos legislativos que los limiten, restrinjan, eliminen o desconozcan.
El argumento central invocado se funda en que el Estado no puede asumir la carga de los reclamos de cada sector que se considere minoría, premisa utilizada para avanzar de manera ciega e irreflexiva en la confección de un proyecto de igualdad ante la ley, interpretando -equivocadamente, por cierto- que éste es el camino para pulverizar la discriminación positiva.
La democracia es el gobierno de las mayorías, pero no es menos cierto que en este marco debe existir un respeto irrestricto a las minorías. Existe un peligroso avance en la destrucción de conquistas legítimamente adquiridas, una involución que viola las leyes de una Nación y comprometen el futuro de una República. La incorporación del femicidio como nuevo tipo penal ha significado correr el velo de la mentira y descubrir el rostro visible de un flagelo que ha crecido en los últimos años con niveles exponenciales.
Un crimen sin código, síntoma de un degradante comportamiento humano, que demanda de la estructura normativa en vigencia una respuesta más categórica. La incorporación de la figura bajo análisis, como nuevo tipo penal, se convirtió en la esperada respuesta a particulares maneras de matar, persiguiendo un equilibrio entre la pena a aplicar al caso concreto y las singulares circunstancias bajo las que se cometen estos crímenes, los que evidencian un inusitado y peligroso avance en materia de violencia de género. Las impiadosas estadísticas muestran como resultado un escalofriante incremento en una modalidad delictiva que reconoce como víctimas predominantemente a esposas, novias, parejas, ex parejas etcétera.
En el año 2023 se reportaron 253 víctimas directas de femicidio, 10% más que en el año 2022, que había registrado 226 casos. Estos datos surgen del Registro Nacional de Femicidios de la Justicia Argentina (RNFJA) y son difundidos por la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. De las 250 víctimas directas de femicidio, 245 eran mujeres y cinco eran mujeres trans/travestis. La violencia extrema, el silencio y la impunidad como componentes de una desnaturalizada cultura patriarcal alimentan y retroalimentan esta modalidad criminal que avanza a pasos agigantados y cuyo límite final sólo se encontrará en la ley. La violencia de género, en sus diversas expresiones, impacta decidida y desproporcionadamente en las mujeres, apareciendo como la expresión más cobarde de discriminación.
De consolidarse la pretensión de eliminación de la Ley de Identidad de Género, algunos aspectos de la ley Micaela, el DNI no binario, la Ley de Promoción del Acceso al Empleo Público Formal para personas trans etcétera, corremos el riesgo de ingresar a un terreno peligroso que nos conduce a la equivocación de partir de una premisa falsa, quedando expresado el teorema de manera equivocada, escenario en el que la Justicia se volatiliza.
El rol de la Justicia en la lucha inclaudicable por recuperar la confianza en los grandes y modernos principios que inspiran el proceso penal, aparece como una necesidad impostergable, escenario en el que resulta relevante destacar que nuestra estructura penal cuenta con un abanico normativo que brinda una efectiva protección a quien resulta alcanzado por el delito, que aprovecha muchas veces el particular estado de vulnerabilidad en que por distintos motivos se encuentra la víctima.
El agravante especial para homicidios cometidos en un contexto de violencia de género persigue hacer efectiva una respuesta más enérgica de cara a particulares maneras de matar en medio de una inocultable e histórica desigualdad en lo que hace a la violencia en contra de las mujeres.
Si el fundamento para avanzar en este proyecto es buscar la igualdad ante la ley, la equivocación que se comete es mayúscula, por cuanto igualdad ante la ley es igualdad entre iguales y frente a situaciones similares en la dinámica de cada evento delictivo, debiéndose tener en cuenta que nuestro país ha asumido compromisos internacionales en esta materia, por lo que insistir en el rumbo anunciado importa un gravísimo retroceso.
Ha quedado demostrado, desde la experiencia judicial, que las mujeres han sido alcanzadas por la violencia basada en una relación de poder, que constituye una clara expresión de desigualdad estructural e histórica. Dijo Cicerón al escribir su perfecto latín: “Hay dos formas de injusticias; la primera se la encuentra en quienes dañan y la segunda, en quienes no protegen a los dañados”.
(*) Abogado