Por Ismael Arce. Licenciado en Historia.
Córdoba nació y creció; cambió su superficie erizada de altos campanarios por una piel plagada de edificios y es hoy una gran ciudad.
Sin embargo, hay un rasgo distintivo de nuestra Córdoba que se ha mantenido inalterable desde su fundación: haber sido y ser rebelde.
La creación de Jerónimo Luis de Cabrera constituyó un acto de rebeldía. El sevillano fue nombrado gobernador del Tucumán (la antigua y extensa provincia dependiente, por entonces, del Virreinato del Perú) en 1571. El virrey Álvarez de Toledo le encomendó la fundación de una ciudad en el territorio de la actual provincia de Salta.
No obstante, don Jerónimo, no compartía esa idea. Soñaba con una ciudad que sirviera de puente entre el Océano Atlántico y el Perú. Para ello escogió un paraje de tierra fértil, clima templado, a orillas de un río que los “barbados” comechingones llamaban Suquía. Esa villa humilde se llamó Córdoba. Geográficamente, su decisión se mostró acertada, aunque debieron pasar siglos para darle a la ciudad su real trascendencia.
El acto político-administrativo de la erección de la ciudad implicó una desobediencia. Ésta fue aprovechada por un antiguo rival de Cabrera, Gonzalo de Abreu y Figueroa quien, valiéndose de su cercanía a la corte virreinal, se hizo nombrar gobernador del Tucumán, reemplazando a Cabrera.
La autoridad desobedecida y antiguas rencillas se conjugaron; Abreu apresó y sentenció a muerte a don Jerónimo, quien fue ejecutado el 17 de agosto de 1574. Había pasado apenas un año de su histórica obra fundacional y el mentor de la ciudad había muerto por su rebeldía.
La familia de Cabrera, sus amigos y compañeros de aventuras, sufrieron las represalias de Abreu. Poco después el nombre de la ciudad pasó a ocupar el rol que le había “legado” su fundador: ser rebelde. Lo cordobés llegó a convertirse en sinónimo de inquieto, difícil, de rebelde.
La rebeldía de Cabrera le costó la vida. Su obra también debió soportar y padecer su herencia. Mucho le costó a Córdoba alcanzar su verdadera importancia como punto medio entre el Plata y el Alto Perú. La ciudad era un centro de vital importancia en esta parte del continente americano, tal como soñó su fundador.
En ocasión de las invasiones inglesas, Córdoba recibió –por extensión- el mote de “cobarde” que la altiva capital del Virreinato del Río de la Plata le endilgó al ex gobernador de la provincia, marqués de Sobremonte, en lo que constituyó una de las primeras grandes mentiras de la historia oficial (porteña) argentina.
¿Y qué decir de 1810? Córdoba, la cobarde de ayer, ahora “traidora”! La traición fue oponerse a la prepotencia de la capital y su Junta y la arbitraria decisión de pedir obediencia ciega o morir. Córdoba no defendía al rey de España; sólo pretendía igualdad entre las ciudades del virreinato y decidir en comunión los destinos del Plata.
Pero la orgullosa capital (que se había auto asignado el rol de “hermana mayor”, sin que sepamos –más de doscientos años después- a qué se debía ese carácter) no estaba dispuesta a tolerar esa “desobediencia”. Y Córdoba lo pagó con sangre. Pero esa sangre no acalló su grito igualitario y ello le granjeó la antipatía perenne de los porteños.
Desde entonces, Córdoba fue presa apetecida por todos los gobiernos centrales. Y la ciudad mediterránea pareció ceder; pero sólo en apariencia. Cada debate o discusión de carácter nacional era propicio para que Córdoba alzara su voz y en ello era seguida por muchas provincias. Esto aumentaba el encono porteño.
El paso del tiempo no pudo alterar el carácter que Jerónimo Luis de Cabrera pareció insuflarle a su creación. La Reforma Universitaria de 1918, el Cordobazo en 1969, son sólo ejemplos de una Córdoba siempre presente en los episodios que han implicado cambios en el país.
Y llegados al siglo XXI encontramos nuevamente a Córdoba a la cabeza de un movimiento cívico-político trascendente. Tras doce años de maltrato, discriminación, escarnio y prepotencia, la ciudad y la provincia toda manifestaron una vez más que su indómito espíritu (mezcla de andaluces, comechingones e inmigrantes) no estaba dispuesto a tolerar más atropellos.
Como en tantas oportunidades, la creían sometida y de rodillas; así la querían; así la necesitaban, pero la hija de Cabrera se puso de pie y gritó.
Cuando pocos lo esperaban, el rugido cordobés volvió a sacudir montañas y valles; enmudeció a la Capital. Aplastando en las urnas al gobernante que pretendía imponer Buenos Aires, Córdoba encabezó una gesta como otras veces en su historia. Ahora, esta vez, no hubo sangre, balas, fusilamientos ni prisiones. Porque Córdoba advirtió mejor que cualquier otra provincia que la decisión electoral del 22 de noviembre pasado encerraba mucho más que cambio o continuidad.
Córdoba quería cambios, pero no de nombres, sino de políticas y normas de convivencia. Nuestra provincia le plantó cara –otra vez- al centralismo más exacerbado y autocrático del que se tenga memoria y lo hizo dejando de lado sus propias disensiones internas; contra todo tipo de maquinaciones y amenazas en su contra.
Digna hija de su fundador, Córdoba dejó ver nuevamente su rebeldía, su amor propio y su vocación de ser límite al autoritarismo y el atropello. Además, como ventaja que no tuvo el desafortunado Jerónimo Luis de Cabrera, hoy nadie vendrá a degollar a toda una provincia, sino más bien, todos buscarán (como en otros tiempos) su ejemplo y fortaleza a la hora de luchar contra nuevas tiranías.
Está en nosotros, los descendientes de aquel aguerrido y visionario “conquistador” español, ser dignos de su herencia y de su nombre. ¡Que así sea!