Por Carlos R. Nayi. Abogado
Frente a un aumento irrefrenable de la ola delictiva, flagelo que en los últimos tiempos viene acompañado de la participación de menores entre 9 y 12 años de edad en la comisión de variadas acciones criminales -en las que se asumen conductas que se destacan al momento de perpetrar el delito por el sorprendente nivel de violencia y hasta crueldad empleados al tiempo de actuar-, se abre nuevamente una encendida polémica acerca de la necesidad de replantear las razones de política criminal tenidas en cuenta al tiempo de diseñar la determinación conceptual del tipo penal que reprime la conducta ilícita.
A pocos días de que un diputado nacional expuso fervientemente como uno de sus ejes centrales y bandera de lucha en la propuesta de su campaña electoral bajar la edad de imputabilidad de los menores, vuelve a encenderse una voz de alerta, siendo imprescindible evitar el apresuramiento.
Aparece como necesidad impostergable trabajar en una labor preventiva y seria que comienza desde los consejos en la niñez y la adolescencia, no olvidando nunca que el niño que incursiona en el mundo del delito, en la gran mayoría de los casos, termina siendo víctima de la misma sociedad que le dio la espalda cuando más lo necesitaba, una sociedad de la que somos parte todos. Pensar que la solución está en reducir la edad del niño frente a la responsabilidad penal es tan ilógico como pensar en la posibilidad de concebir un punto detenido en el cenit.
En este escenario, elementales razones de prudencia, sentido común, lógica, experiencia y conocimiento de la materia criminal nos obligan irremediablemente a considerar que el delito no se combate encarcelando a un niño de 14 ó 12 años de edad. Ellos son sujetos de derecho en pleno y permanente proceso de desarrollo, que necesitan del ejemplo, la contención y la inclusión en una sociedad cada vez más abúlica e indiferente, en la que se ha descuidado directa o indirectamente la formación personal del niño, malográndola, en medio de un estado de absoluta desprotección, desinterés, desamparo y hasta desprecio frente al necesitado, realidad que como protagonistas presenciamos en el día a día. Entonces pues, aceptar esto importa sin más asumir una actitud hipócrita, combatiendo un flagelo sólo en sus formas y dejando inerte su fondo.
A no dudarlo, en la delincuencia minoril converge una serie de factores vinculados por ejemplo con la actitud de rebeldía que asume la persona y que exterioriza en variadas inconductas al tiempo de comunicarse, la marginación, asociabilidad, parasociabilidad, inadaptación, etcétera, elementos que constituyen la materia prima indispensable que alimenta y retroalimenta peligrosamente y de manera permanente la problemática vinculada con la delincuencia juvenil.
Desde esta perspectiva, bajar la edad de imputabilidad para poder llevar a prisión a un niño como método de represión, es un disparate.
Quizás haya llegado la hora de comenzar a pensar acerca de la necesidad de consensuar un proceso penal juvenil, a la medida de la realidad y las necesidades actuales, sin caer en la tentación de asumir posiciones extremistas ni acciones espasmódicas que, más que contribuir, agravan considerablemente el problema, cegados por la necesidad de lograr un impacto efectista en medio de una campaña electoral más de cara a una sociedad hipersensibilizada, en muchos casos indefensa, altamente vulnerable y sedienta de justicia.
Desde otro costado, el debate que tiene como protagonistas a personas en permanente proceso de desarrollo y formación en manera alguna puede ser abordado desde una visión parcializada.
Bien sabido es que estos menores que generan una estadística que indica un aumento exponencial en la participación de acciones delictivas en las más variadas formas, a la vez integran en muchos casos la nómina de víctimas de abuso, discriminación, abandono, malos tratos, etcétera.
Ha llegado la hora de tomar conciencia de que la solución no se encuentra en encarcelar a un niño de 12 años, y en esta dirección la obra inteligente de la defensa social reviste singular importancia para así poder transitar desde la indiferencia y el distanciamiento generalizado a una actitud francamente tutelar y pedagógica, evaluando y acompañando integralmente todo el proceso de crecimiento y desarrollo del niño, sus condiciones externas, los conflictos afectivos y hasta el material biológico, actuando secuencialmente sobre distintos agentes con distinto grado de incidencia en relación con la conducta desviada, dando paso a la necesidad imperiosa de implementar, a la medida de la necesidad según cada caso lo demande, un tratamiento interdisciplinario, combatiéndose entre otras cosas las fallas de base, siendo importante dar intervención a los distintos organismos de protección en aras de alcanzar una razonable profilaxis frente a un padecimiento social que no puede seguir pasando inadvertido.
Es hora de comenzar a trabajar de manera muy seria en la protección de la infancia, combatiendo las causas de base, las de origen, sean familiares, económicas o de cualquier otra índole, que perturban e impiden el adecuado desarrollo de la personalidad del niño. José Saramago dijo:
“Pienso que todos estamos ciegos. Somos ciegos que pueden ver, pero que no miran”